¿Todos norteamericanos?
Madrid, Palacio del Senado, 11 de septiembre de 2001, 16.15 horas. En medio del estupor y de la desolación generales, mientras todos los televisores de la casa mostraban en directo las imágenes de un horror nunca imaginado, una conocida señoría de acrisolado perfil progresista circulaba por pasillos y ascensores exclamando: '¡Pobres palestinos! ¡Pobres palestinos! ¡No va a quedar ni uno!'. Sobre los millares de neoyorquinos que, en aquellos mismos instantes, morían abrasados o triturados dentro de las Torres Gemelas en trance de desplomarse, ni una palabra, ni un lamento.
La anécdota, de la que fui testigo presencial, me ha parecido con el paso de los días más y más representativa del modo en que un amplio sector de la opinión expresada en España ha reaccionado ante la doble matanza de Nueva York y Washington; de ese curioso fenómeno de compasión invertida, de afecto y solidaridad hacia el colectivo en nombre del cual pudieron cometerse los atentados, y de reproches a la comunidad política que los ha padecido en carne propia.
Bien es cierto que incluso en Estados Unidos ha habido quien confundió los deberes del intelectual crítico con el autoodio y el desvarío. La prensa barcelonesa reprodujo el pasado sábado, por ejemplo, un artículo del lingüista Noam Chomsky donde éste hacía de lo sucedido un análisis materialista y deploraba que 'las primeras víctimas, como es habitual, han sido personas de clase trabajadora: porteros, secretarias, bomberos...'. Cabe deducir, pues, que si al fin la mayoría de los muertos resultasen ser generales, brokers y altos ejecutivos, a Chomsky sus asesinatos le parecerían menos execrables, aunque los seguiría juzgando 'un regalo para la ultraderecha patriotera'.
Pero si los latiguillos izquierdistas de Chomsky entraban dentro de lo previsible -¡desde hace al menos cuatro décadas!-, resultan más llamativos y nos conciernen en grado muy superior las actitudes y los movimientos de opinión registrados desde el fatídico día 11 en Cataluña y en España. Para empezar, la frialdad de la reacción ciudadana ante la tragedia: el miércoles 12, el day after, la concentración en la plaza de Sant Jaume reunió escasamente a 500 personas, la gran mayoría políticos y funcionarios; el viernes 14, la concurrencia en el mismo escenario fue aún menor, y la convocatoria europea a tres minutos de silencio tuvo entre nosotros un seguimiento ínfimo, muy por debajo del que suscita cualquier asesinato individual de ETA. Por lo que he leído, ésa ha sido la tónica general en el resto de la Península, donde las expresiones de duelo han tenido idéntico carácter oficialista e institucional, y han culminado con la tardía manifestación de anoche en Madrid. Nada que ver, pues, con la instantánea emoción de Londres o Praga, con la muchedumbre reunida en Berlín, con las montañas de flores frente a las embajadas yanquis en Europa.
A un nivel más reflexivo y elaborado, internautas y corresponsales espontáneos han llenado la red y las secciones de cartas de la prensa diaria con textos que, después de condolerse de lo sucedido, aprovechan para criticar la arrogancia de Bush, el 'estilo de vida americano', el 'capitalismo salvaje' o 'la libertad de mercado', sacan a colación el embargo a Cuba, la no ratificación del protocolo de Kioto y hasta la guerra del Vietnam, todo ello para concluir que la superpotencia se lo estaba buscando, que 'quien siembra vientos recoge tempestades'. Ni que decir tiene, estas personas explican el terrorismo (¿también el de ETA?) por 'la ignorancia, la pobreza y el aislamiento', y sostienen que el fundamentalismo islámico es 'cosa de desesperados'; desesperados como Bin Laden, ese pobre multimillonario saudí, o como Mohamed Shaker Habishi, el último suicida palestino, un próspero empresario árabe-israelí en posesión de todos sus derechos políticos...
De todos modos, en algo sí llevan razón: siempre, en cualquier situación histórica, existen agravios reales o imaginarios, injusticias, ofensas o frustraciones capaces de alimentar el odio, la agresividad y la violencia. Una gran parte de la opinión pública alemana durante los años de Weimar estaba convencida de que su país había sido maltratado y humillado por las cláusulas del tratado de Versalles; muchísimos japoneses, en la década de 1930, se sentían en peligro de asfixia demográfico-territorial, y se consideraban con mejor derecho al dominio sobre el Asia Oriental que las viejas metrópolis europeas; en Italia, eran legión los coetáneos de Mussolini que veían a su patria -la Gran Proletaria, la llamaban- largamente expoliada y burlada por las plutocracias de Londres y París... Todos esos sentimientos de agravio o discriminación tenían algún fundamento real, pero ninguno justificaba las guerras de agresión ni los crímenes masivos que se desencadenaron en su nombre. Del mismo modo, ni el lacerante drama palestino ni todos los hipotéticos ultrajes que el mundo islámico haya podido acumular contra Occidente infunden un solo ápice de legitimidad a la salvajada terrorista del World Trade Center.
El pasado día 12, a las pocas horas del ataque, el primer ministro belga y presidente de turno de la Unión Europea, Guy Verhofstadt, declaraba a la prensa: 'Hoy, todos nos sentimos norteamericanos'. Pues bien, no: subsiste, al parecer, la excepción española. A juzgar por lo escuchado y leído en las últimas fechas, a este lado de los Pirineos sigue habiendo bastante gente que, frente a los defectos y las desigualdades de la democracia liberal, preferiría un mundo atemorizado a golpe de mandato divino, de fatwa y de yihad.
Jaon B. Culla es historiador.
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