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LA CRÓNICA
Columna
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Rompiendo las olas

Una de las transformaciones de más envergadura que se esperan para Barcelona en los próximos años es la desviación de la desembocadura del Llobregat y la ampliación del puerto. Hay obras previstas hasta 2011 y algunas ya han empezado. Hay una en particular que rezuma nostalgia por todas partes: la transformación del rompeolas. A principio de verano, quien quiso ir por la causa que fuere (que son cuatro: pescar, una paella en el restaurante, enseñar las vistas a un pariente que está de paso y meterse mano salvajemente, en el coche, o no) se encontró que estaba cerrado. Un cartel avisaba que unos centenares de metros más adelante se podía acceder a pie. Durante este breve trayecto, el panorama era desconocido. A la izquierda, donde antes estaba el rompeolas, no había nada. Es que hasta el agua había desaparecido, oigan: una esplanada, excavadoras y casetas para los obreros. Llamamos a las autoridades del puerto y desde su oficina de prensa nos informaron amablemente. Donde estaba el inicio del rompeolas se ha ganado terreno al mar para un nuevo plan urbanístico que comprende, además de centros multimedia, oficinas y restaurantes, el famoso hotel vela de cinco estrellas de Bofill. Muy bien. Pero del viejo rompeolas, ¿qué? Según parece, está previsto partirlo en dos para hacer otra bocana de entrada al puerto. En un futuro, el rompeolas sólo será accesible desde el nuevo e imponente puente levadizo que ya preside las instalaciones portuarias. Se acabó ir a la Barceloneta y luego, después, de los pulpitos, pasear hasta el Club Natación Barcelona y desde allí meterse en el rompeolas, hacerse todo el paseo hasta el final y tomarse una cervecita en el restaurante. Puede que, en un futuro, el acceso por el puente levadizo sea normal, pero desde luego, las ganas de meterse en él serán muy distintas. Para empezar, tendrá su entrada desde la rotonda distribuidora llamada la plaza de la Carbonera o del Carbó, delante de la terminal de Transmediterránea, con viales para peatones, ciclistas y vehículos. Salvará la lengua de agua entre el muelle de poniente y el muelle adosado y desembocará en el resto de rompeolas. Tendremos, pues, que acostumbrarnos a entrar en él, como quien dice, desde la Ronda Litoral. Pero qué quieren que les diga, a ver qué pareja va a aventurarse a ejercer su derecho al relajo con la autoridad competente tan cerca (la comisaría de la aduana y la Guardia Civil continuarán más o menos por allí, como siempre). Se desanima cualquiera. Durante el mes de agosto, se abrió el paso de coches al trocito de rompeolas accesible en medio de las obras. Y allí volvimos, a echar un vistazo en plan voyeur. Pocas parejas. Malo. El hombre es animal de costumbres. Y si uno se ha acostumbrado al magreo con el rumor marino de fondo, cuesta cambiar. Desplegamos nuestro mapa de Barcelona a la búsqueda de un posible santuario de parejas rompeoleras deshauciadas. ¿Cómo no se nos había ocurrido? Sí, señores, aunque mucha gente lo desconozca, nuestra bonita y marinera ciudad condal tiene otro rompeolas. Más discreto, pequeñito pero acogedor. Es el de Poblenou, ese brazo que desde el aire parece proteger al Puerto Olímpico. Caminan por el Moll de Gregal, sortean todas las tentaciones de paellas, mariscos y zarzuelas que se les crucen por el camino y se plantan ante la coqueta pasarela levadiza de acceso (bueno, según el cartel de las autoridades del puerto, es un puente 'elevadizo'). Una señal acústica te avisa de que se va a abrir o cerrar. Pasamos en bicicleta, como para despistar, y efectivamente, hacia las siete y media de un día cualquiera de fin de verano, proliferaban las parejas de enamorados. Uno de los camareros del restaurante más próximo nos lo confirmó, se había producido trasvase parejil. Y cuidado, que aquí tiene un mérito especial. En el viejo rompeolas, tenías el coche. Y en su defecto, si te abrazabas sentado en los pilares protectores del arcén, cuando caías tenías las rocas a un metro: costalazo en la rabadilla, para arriba y a continuar la faena. En el dique de abrigo del Poblenou, no: está el mar a plomo, debajo. Pasión con riesgo, abrazos con adrenalina, sentaditos con los pies colgando sobre el mar, bajo un cielo de cinco tonos de gris con fondo escarlata. Además, con una ventaja, por lo menos, respecto al rompeolas de siempre. Puedes optar por la variante light y, en vez de cara al mar, sentarte en el otro lado, de cara a los yates aparcados. A diferencia de los yatazos de la dársena del Comerç, en la Barceloneta, aquí los yates son pequeños. Eso sí, comparten con los grandes la absoluta falta de intimidad. Dentro no hay espacio y claro, tienen que tomarse la cerveza en cubierta, a la vista de todos los paseantes, que hablan de ellos en voz alta y les señalan con el dedo, como si miraran la tele. ¡Qué le vamos a hacer! Volvimos de nuevo la cara al mar. Ya eran las ocho y habían aumentado las parejas sentadas con los pies colgando. Se oyó el tintineo de las barquitas varadas debajo, en la escuela de vela. A lo lejos se podían contar hasta diez barcos, con sus puntitos de luz encendidos. Y todo gratis. Y es que, desde luego, quien no se conforma es porque no quiere.

Reformas tremendas en el rompeolas. ¿Qué ha sido de las parejas que se amaban tiernamente entre sus piedras? Han emigrado a Poblenou

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