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Tribuna:ARTE Y PARTE
Tribuna
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Sáenz de Oiza y Coderch en Mallorca

Hace pocos días se ha clausurado en Pollença una exposición sobre la obra realizada o proyectada por el arquitecto Francisco Sáenz de Oiza en la isla de Mallorca, abierta desde el 10 de agosto en el convento de Santo Domingo, de la que ejercen como comisarios con gran inteligencia Federico Climent y Marta Sierra, que también la han montado con una bellísima instalación. La exposición se ha acompañado de una serie de conferencias y la publicación de una monografía. Es reconfortante comprobar que entre la persistente quincallería del turismo alemán y por encima de las posibles alienaciones que ella misma provoca, unos pequeños municipios, amparados por la Dirección General de Arquitectura del Gobierno, se esfuerzan por mantener la visión de una cultura universal desde las propias raíces y en la propia geografía.

Una exposición ha reivindicado a Francisco Sáenz de Oiza, un arquitecto que dejó atrás el academicismo fascista para llegar por caminos propios al Movimiento Moderno

Con este motivo se ha hablado mucho de la trascendencia de la arquitectura de Sáenz de Oiza como representante de uno de los esfuerzos transformadores de la arquitectura moderna española: el paso del academicismo fascista que embadurnó el primer franquismo a la plena modernidad internacional. Sáenz de Oiza en Madrid y José A. Coderch en Barcelona -seguramente los mejores arquitectos españoles de su generación- fueron los soportes más contundentes de este traspaso en el que hubo que exigir cambios de predisposición política y un nuevo aprendizaje, aunque a regañadientes, en el ejemplo de las obras maestras internacionales, cuando todavía en otros campos culturales perduraba la esperanza inculta de una modernidad elaborada desde ciertas autarquías. Porque ambos arquitectos descubrieron la arquitectura del Movimiento Moderno por caminos muy propios e incluso diría por caminos que inicialmente no simpatizaban con las vanguardias internacionales. Creían que no era necesario que la nueva arquitectura naciera sobre los rescoldos revolucionarios del CIAM, de la Bauhaus, de los constructivistas rusos o del GATEPAC. Podía nacer de las austeridades de la arquitectura vernácula -de la España seca o del Mediterráneo sensual- y del análisis lógico de las fórmulas clásicas que el franquismo había degenerado, visibles todavía en los dicursos de la política académica. Y la verdad es que, a partir de esta actitud ciertamente conservadora, lograron penetrar en la esencia de la modernidad y ahorrarse muchas tergiversaciones amaneradas del estilo. Durante unas primeras etapas fueron modernos a su manera, aunque al final supieron alinearse en las afirmaciones estilísticas de las últimas fases del Movimiento Moderno, en su relativa ortodoxia o en las variantes de lo orgánico y lo posracionalista. Pero cuando lo hicieron -buceando en las investigaciones y hasta en las modas- aguantaron su personalidad original: en Sáenz de Oiza persistió el realismo de la rudeza ambiental y en Coderch la elegancia de lo abstracto.

El momento de integración internacional definitivo se produce para ambos arquitectos, precisamente en Mallorca, casi simultáneamente durante los primeros años 60, en el desarrollo de un tema muy parecido: Sáenz de Oiza construye el grupo de apartamentos Ciutat Blanca en Alcúdia y Coderch el hotel de Mar en Palma, los dos mejores edificios turísticos de la isla. Los dos ya habían realizado obras de alta significación que los definía en la cultura arquitectónica del siglo XX. Por ejemplo, Coderch había construido los apartamentos de la Barceloneta y la casa Ugalde de Caldetes, y Sáenz de Oiza estaba en plena discusión sobre las famosas Torres Blancas de Madrid. Pero en las dos obras de Mallorca ambos eliminan muchas dudas para culminar sus respectivas tendencias. Después de ellas emprenden ya unos caminos más seguros, con obras de extremada madurez que están entre las mejores del siglo. Pero esas de Mallorca quedarán siempre como el símbolo de una transición cultural que, como sucede a menudo, culminó 15 años antes de la transición política y con muchas menos concesiones.

En la exposición de Pollença, con muy buen criterio, se exponen también otras obras mallorquinas de Sáenz de Oiza más relacionadas con su experiencia vital en los años que vivió temporalmente en la isla: sus propias residencias (Colonya y Ses Rotes) en viejas casas restauradas, un proyecto de reordenación de la plaza de Sant Francesc que no se ha realizado y una vivienda experimental tampoco construida sobre la base geométrica de una elipse. Quizá la obra más consistente sea, no obstante, la ampliación de la casa Huarte, en Formentor, una obra de 1971 que presenta un planteamiento muy ambicioso, con formas que intentan una cierta brutalidad contra lo amanerado, apoyadas en un ambiente geográfico de inusitada belleza. No creo, no obstante, que sea una obra definitivamente afortunada, aunque se distinga evidentemente de todas las vulgaridades turísticas que la envuelven.

En resumen, los amigos de Pollença no sólo han logrado rendir el debido homenaje a un gran artista que adornó con su obra y su persona aquel admirable paisaje, sino que han dado motivo para fijarnos en una Mallorca que fue un enclave decisivo en la transición de la arquitectura española.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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