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VISTO / OÍDO
Columna
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El segundo miedo

Miles de millones de personas en el mundo no saben lo que ha pasado en Nueva York y, sin embargo, van a morir por ello. Pueden morir personas que hayan llorado por las víctimas. Aquí no impresionó mucho el genocidio de Ruanda, el millón de muertos de una guerra africana. Muchos junto a nosotros apenas saben de aquello, o de los miles de muertos en la crecida del Yang Tsé o en un terremoto lejano. Las mujeres afganas metidas en sus cárceles indumentarias no pueden oír la radio, no leen periódicos, desearían el final de los talibán más que nosotros o los neoyorquinos: pero pueden ser bombardeadas esta tarde si no lo han sido ya. Miles, millones de iraquíes detestan a Sadam Hussein más que Estados Unidos y cayeron bajo los proyectiles del bombardeo nocturno que un locutor decía que era 'un árbol de Navidad'; o cada día por la inanición de sus hijos y sus ancianos por el bloqueo de alimentos y medicinas.

No hago un inventario de lo que pasa en el mundo ajeno. Son breves citas de quienes mueren y funerales previos por quienes van a morir por un terrorismo que empezó con la voladura del hotel Rey David en Palestina, cuyo bombardero recibió el Premio Nobel de la Paz. Como lo recibió Kissinger, que mandó destruir los diques de los arrozales de Vietnam, la defoliación química de sus bosques: o el golpe contra Chile. No sé si el terrorismo empezaría en Roma: cuando la incendiaron los cristianos contra Nerón. O quizá el propio Nerón para exterminar a los cristianos.

El miedo no se extiende entre los que no saben, porque tienen la ventaja de ignorarlo y de morir sin saber quién los mata: se extiende entre nosotros, los ciudadanos sin voto de Estados Unidos, que han contribuido a formar nuestra personalidad, nuestra cultura y nuestra vida cotidiana, desde las camisetas hasta el T-Bone, y el querido cine: como los árabes nos dieron filosofía, poesía andaluza y regadíos; los judíos, ciencia y economía y los incomparables conversos en que se asienta la literatura española; y los romanos, el idioma. Amo los imperios pasados, y hasta el breve paso francés. Pero pienso en sus contemporáneos, y en su humillación y sus torturas. Somos contemporáneos de lo que nuestro Imperio anuncia como una guerra larga y sucia; y en cómo dependen de ello nuestras vidas y haciendas -quien las tenga-; paso del horror y piedad por las víctimas de las torres al miedo colectivo de todos por cómo pueden ser vengadas.

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