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BOTAR Y PASAR | El retorno de Michael Jordan | BALONCESTO
Columna
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Ojalá fuera por la pasta

Santiago Segurola

Nadie es más consciente de la estatura mítica de Michael Jordan que Michael Jordan. No le queda más remedio que saberlo. Ha ganado tanto, y de forma tan brillante, que sólo le basta convertirse en un simple contable de sí mismo para aceptarse como un héroe del deporte. Si no fuera el primer testigo de su propia grandeza, o sea, si fuera el hombre humilde que no es, tampoco podría escapar a la magnitud de su mito. Otros se han encargado de recordárselo hasta el empacho, cada uno a su manera. Los Bulls pagándole 40.000 millones de pesetas por una temporada; Nike poniendo la fama y la fortuna de la marca en sus manos; la prensa adulando al genio que alimentaba como ningún otro la maquinaria y el negocio del deporte. Y la gente. La gente adoraba a Jordan, el jugador que negaba el poder a los gigantes con sus piruetas y su puntería. No, Jordan no ha tenido manera de escapar a su leyenda y por eso produce perplejidad y temor su regreso, considerado por casi todo el mundo como el acto de un insensato que se expone a las miserias de un jugador viejo, desentrenado, acosado por jóvenes atletas que le tratarán sin consideración, deseosos de cazar la pieza que nadie logró cuando Jordan dominaba las pistas como un hermoso y fiero felino.

Michael Jordan no ha tenido manera de escapar a su leyenda y por eso produce perplejidad y temor su retorno
Magic Johnson tenía la coartada de un gran reto: estaba infectado por el sida y su regreso sirvió como mensaje de esperanza

El caso Jordan pone de manifiesto la naturaleza mitológica del deporte. A nadie le importaría que un buen jugador de baloncesto regresara a las pistas, aun con el peligro de mostrar las mismas debilidades que convierten en insoportable la vuelta de Jordan. Desde Aquiles, más o menos, la gente quiere creer en los elegidos, y desde Aquiles los hombres temen que los héroes sean vulnerables. Los aficionados necesitan mitos de la magnitud de Jordan para explicar ciertas necesidades humanas. En Toma tiempo para el paraíso, el espléndido libro que terminó poco antes de su muerte, Bartlett Giamatti, por aquellos días comisionado jefe de la Liga Norteamericana de béisbol, escribió en el prefacio que 'a través del deporte -practicado o simplemente observado- se busca una suerte de inmortalidad, por medio del ritual o del récord'. Es cierto que el deporte se ha trivializado como corresponde a su creciente papel en la industria del entretenimiento, pero también es verdad que en el alma de los aficionados permanece la idea de la gloria, del héroe que les defiende con su virtuosismo físico y moral, del superhombre donde se concentran todas las virtudes que le están vetadas al humano corriente. Hay una necesidad invencible de creer en ellos y de que ellos no te traicionen. Por esa razón es tan dañino el dopaje, porque derrota la idea de la pureza y del deportista como referente intachable. La gente sabe que hay dopaje, pero prefiere no aceptarlo para mantenerse firme en la creencia de que existen semidioses en los cuales proyectamos nuestras fantasías, nuestras inseguridades, nuestros miedos, nuestros deseos. Lo catastrófico del caso Ben Johnson no fue el hecho de detectar a un tramposo, sino el efecto que produjo en la mirada sobre el deporte, convertido en una mentira monumental. Y no hay fe ni mitos posibles, no hay deporte, en algo edificado sobre la mentira y el cinismo, de ahí que los aficionados prefieran mirar hacia otro lado antes que aceptar el imperio de la trampa y la vulgaridad, que es precisamente lo contrario de la naturaleza sagrada del deporte.

Ante la evidencia de la carga mítica de Jordan, los aficionados temen verse traicionados por alguien que está dispuesto a perder su condición heroica. Sólo le permitirían el regreso si enfrente tuviera un desafío abrumador. Por esa razón se le perdonó y se le comprendió a Magic Johnson. Tenía la coartada de un gran reto: estaba infectado por el sida y su regreso a las pistas sirvió como mensaje de esperanza frente a una plaga devastadora. También Jordan sabe en qué consiste el trabajo del héroe. Su carácter de mito universal se multiplicó con su primer regreso. Eran mayoría los que negaban a Jordan cualquier posibilidad de alcanzar nuevamente la cima del baloncesto. Tenía 33 años y había pasado más de una temporada fuera de las pistas, pero a diferencia de lo que ocurre ahora su combate era fascinante. Se enfrentaba nada y nada menos que contra su propio mito: Jordan contra Jordan, dispuesto a derrotarle. Y lo consiguió. Ganó tres títulos sucesivos y alcanzó automáticamente la consideración de mejor jugador de la historia. Pero ahora, ¿por qué renuncia a su posición de dios intocable? Salvo que sea un dios de verdad y vuelva para dominar el baloncesto a la improbable edad de 39 años, los aficionados observan su regreso como un proceso degenerativo de vanidad -de pérdida de contacto con la realidad, por lo tanto- o de codicia. Por vanidad y por dinero se cometen innumerables tonterías en la vida, y nadie está ajeno a ellas. En cualquier caso son dos debilidades inexplicables desde el tamaño simbólico de Michael Jordan, que él tan bien conoce.

Quedan abiertas otras dos explicaciones, una de ellas difícilmente aceptable. Sería el deseo de Jordan de despojarse de la carga mítica y regresar deliberadamente a la normalidad, para convertirse en un buen jugador de baloncesto, uno más en la lista de buenos jugadores de la NBA. No parece, sin embargo, que Jordan pertenezca a la estirpe de los humildes, por lo que esa posibilidad hay que descartarla. La segunda explicación es más sutil y entronca con el nuevo registro del deporte como facción exclusiva de la industria del entretenimiento. Según esta interpretación, probablemente la más pausible, Michael Jordan no regresa porque necesita el dinero, sino porque el dinero le necesita a él. Digamos que el dinero son los decaídos Wizards, condenados a un papel irrelevante en el campeonato, y que los Wizards necesitan público en las gradas, audiencia en la televisión y portadas en los periódicos. Sólo tienen una manera de lograrlo, con Michael Jordan, altísimo directivo del equipo, por cierto. En nombre de la lógica de la industria del espectáculo, el mejor jugador de la historia accede a inmolar su mito. Casi sería mejor que lo hiciera por vanidad o por dinero. Sería un signo de debilidad, pero al menos no pondría en cuestión la naturaleza del deporte como espacio simbólico del hombre, como metáfora de tantas otras cosas de la vida y no como la trivial expresión del modelo Disney.

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