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Columna
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Choque de civilizaciones

Aunque no tengan respuesta todavía todos los interrogantes sobre la autoría de los atentados terroristas en Estados Unidos, parece claro lo que se intuía desde el principio: tienen relación con el conflicto del próximo Oriente. Pero no me parece inútil reflexionar sobre qué tipo de relación. ¿Se trata de una relación de causa-efecto, en el que los atentados serían una consecuencia del conflicto árabe-israelí o se trata de otro tipo de relación, digamos, más horizontal, en el que los atentados y las guerras entre árabes e israelíes participan de una misma lógica, de un enfrentamiento más general de la que ambos fenómenos serían episodios diversos? La misma pregunta puede plantearse en otros términos. Es obvio que Israel y Estados Unidos son los objetivos máximos del rechazo -por no decir del odio- de los grupos extremistas que pueden estar tras los atentados: ¿se odia a Estados Unidos porque es aliado de Israel o se odia a Israel porque es aliado de Estados Unidos? Repito: es la misma pregunta formulada de otro modo.

En la hipótesis según la cual el conflicto árabe-israelí es la causa de los atentados y, por tanto, se castiga a Estados Unidos porque da su apoyo a Israel, el único problema relevante en el Próximo Oriente es la política israelí o la misma existencia de Israel. Este problema único o central va contaminando la situación general y convierte un conflicto local en un conflicto planetario entre todos los que dan su apoyo a Israel y todos los que dan su apoyo a sus adversarios o si se quiere ser más concreto al pueblo palestino. Para los defensores de esta hipótesis, si Estados Unidos quieren quedar al margen del rechazo del radicalismo islámico, lo tienen muy fácil: abandonar su alianza con Israel. Supongo que militan en esta hipótesis algunas de las voces que, en nuestro país, el mismo día del atentado venían a decir que los propios americanos se lo habían buscado -no se llegó a decir que se lo tenían merecido- por su política en Próximo Oriente. Voces que, en paralelo, lamentaban y condenaban unas represalias norteamericanas que todavía no se habían producido casi con más intensidad que los propios atentados, todavía humeates.

En la otra hipótesis, el conflicto árabe-israelí y los atentados de Estados Unidos serían episodios paralelos en un contexto compartido: el del rechazo desde sectores del radicalismo islámico a un modelo occidental que tendría su centro en Estados Unidos. Ésta era en buena parte la tesis de la izquierda en la guerra fría: el pecado del Estado de Israel -creado en las Naciones Unidas con los votos favorables también del bloque soviético- fue su posterior alineación con el entonces llamado imperialismo yanki, el hecho de ser el portaviones de Occidente en la zona. Para sectores importantes de la población musulmana, Israel es una cuña occidentalizadora -en términos no sólo políticos, sino también religiosos, de costumbres, de cultura, de valores- en el centro del mundo islámico. Pero Israel no dejaría de ser la sucursal, y la central estaría en Estados Unidos. Tal vez por eso el terrorismo ha impactado con más fuerza incluso en Nueva York que en Tel Aviv: los máximos esfuerzos se dirigen contra la central, no contra la sucursal.

Personalmente, tengo la sensación de que se ajusta más a la realidad la segunda hipótesis que la primera. No en exclusiva, es cierto. Hay, por un lado, un rechazo a Israel por lo que hace y por lo que es; por su política y por ser precisamente el Estado judío. Pero esto se enmarca en un rechazo de la concepción occidental del mundo, que se concentra en Estados Unidos, y que es a la vez político, ideológico, religioso y cultural. ¿Choque de civilizaciones? No me gusta la expresión. Me resisto enormemente a aceptar la imagen de dos trenes, el mundo islámico y el mundo occidental, condenados a la colisión. Entre otras cosas, porque estoy convencido de que el papel principal de este rechazo a Occidente no corresponde al mundo islámico, al mundo musulmán en su conjunto, y ni tan sólo al mundo árabe. Tengo la sensación de que se trata de sectores muy determinados, que aumentan su densidad en las zonas donde los conflictos sociales y políticos están más abiertos, pero que no se trata de un bloque de países y de una civilización que choca contra otro bloque de países y otra civilización.

Los próximos días serán decisivos para que el fantasma del choque de civilizaciones se diluya o se solidifique. Es lógico que los norteamericanos respondan al ataque que han recibido y que han interpretado como una declaración de guerra. Pero deben precisar dos cosas muy importantes: quién atacaba y a quién atacaba. Y, por tanto, quién debe responder y contra quién. El contra quién debe ser preciso y exacto, sin generalizaciones. Pero es muy importante también quién responde. Para diluir el fantasma del choque de las civilizaciones, esta respuesta debe involucrar al conjunto de los aliados de Estados Unidos -por tanto, también a los europeos- y sobre todo debe contar con los países musulmanes, directamente o indirectamente, para evitar la imagen de que una civilización se lanza contra otra. A la hora de la respuesta, el quién debería ser tan amplio como se pueda y el contra quién absolutamente concreto.

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