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Columna
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Zonas áridas

Todos los días paso frente a la Estación Experimental de Zonas Áridas, en la calle General Segura de Almería, un centro de investigación perteneciente al CSIC tan desconocido entre los almerienses como prestigioso entre los biólogos españoles y extranjeros. En todos los años que llevo viviendo aquí nunca he visto colgar del mástil que preside su entrada principal bandera alguna, ni la constitucional del escudo ni esa otra que tiene estampada una gallina abierta de alas. La semana pasada, después del atentado de Manhattan, alguien colocó por primera vez en muchos años una bandera española, y la hizo ondear a media asta por las víctimas del ataque. No es que me molesten las banderas españolas; es simplemente que después de tantos años acostumbrado a ver el mástil desnudo en la puerta de la Estación, el violento ondear de la tela roja y gualda me llamó la atención y me hizo discurrir las siguientes consideraciones.

Por una parte, me reconforta que cualquier persona, cualquier organismo o institución en cualquier parte del mundo -en este caso la Estación Experimental de Zonas Áridas de Almería- sienta que una diabólica y onírica salvajada como la que se ha cometido en Nueva York le atañe directamente. Todos hemos estado alguna vez en el mirador de las Torres Gemelas, o las hemos visto en las películas o en alguna serie de televisión; son parte de nuestro imaginario colectivo, como la luna o el Everest, y este hecho nos acerca la tragedia y ayuda a que el sufrimiento y la muerte de unos hombres en la otra punta del planeta sean sentidos aquí como si fueran propios.

Por otra parte, siento que este admirable impulso de hermandad está siendo manipulado. El atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono no es, como se ha dicho, un ataque contra la civilización ni contra mi forma de vida. Otra cosa es que la acción, la respuesta y la reacción tengan por desgracia consecuencias sobre ella. Pero esto no significa que los dieciocho tipos que se suicidaron llevándose a miles de personas por delante fueran contra mí o contra los míos. No. Arremetían contra la indecente política exterior de los Estados Unidos, que explica entre otras cosas lo que más nos cuesta entender: de dónde nace el torrente de odio que se necesita para cometer una barbaridad semejante.

Estados Unidos no es, no ha sido nunca el país pacífico que pregona ahora su Presidente. Aun así, lo sucedido no tiene justificación y me conmueve que un organismo tan ajeno a él como la Estación Experimental de Zonas Áridas de Almería comparta su dolor. Lo único que lamento es que esta benigna consecuencia de la globalización, que nos lleva a colocar banderas a media asta donde nunca las hubo y a compartir el dolor de otros seres humanos, no se haya manifestado antes con algunos crudelísimos atentados de nuestro terrorismo autóctono, con la sangre vertida en Irlanda durante años, con las víctimas de Ariel Sharon en el holocausto de Sabra y Chatilla, con los civiles caídos (daños colaterales, ¿recuerdan?) en los bombardeos de la OTAN a Serbia y a Irak, o más cercanamente con los ahogamientos masivos de marroquíes y subsaharianos frente a las playas de Almería. Zonas áridas.

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