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Columna
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Intérprete entre escombros

El presidente Zaplana ya no debate: flota sobre el hemiciclo y declama sus triunfos, en medio de unos ángeles yacentes, que antes fueron custodios. El presidente Zaplana ha memorizado una fantasía y la representa con soltura torera. Gescartera sólo fue una serpiente de verano y Jaime Morey su encantador por delegación y de balde. El presidente Zaplana ha dicho a sus señorías que él ha encontrado el paraíso que perdió Milton y que ese paraíso es la autonomía que endeuda con la generosidad de quien encala su casa y su patio. Cuando un político se despoja de la realidad y recita una estadística de cuentas gozosas e ilusivas, es que, más que un político, es una santería. Si el presidente Zaplana ni siquiera ha pedido a la providencia una señal para saber si aún está de su parte, como ha hecho George W. Bush, es porque el presidente Zaplana es esa señal. Estamos aviados. Y mientras el presidente Zaplana nos ofrece un panorama idílico, con escolares en sus fuegos de campamento y una sanidad encomendada a los Santos Médicos, a la oposición le falta fuelle, reflejos y contundencia. Cosa de los soliloquios, bien cocinados, que dejan al personal traspuesto y a calzón bajado. Y eso que lo tienen a huevo. El debate de política general ha sido un gaudeamus, en donde insospechadamente, ha proclamado una reforma estructural de su gobierno, lo que no supone necesariamente ningún cambio de mendas. No debe asombrarnos, pues, que el presidente Zaplana, para dar testimonio de sus poderes, le diga a Serafín Castellanos: levántate y anda a privatizarme la atención primaria de toda La Ribera; o que tras un discreto bostezo provocado por los pelmas de Joaquim Puig y Joan Ribó, le susurre a Iberdrola: apaga y vámonos.

Pero, por detrás y por encima del presidente Zaplana y sin que se detuviera unos instantes para darle una lectura rápida al caos simultáneo, estaba la tremenda secuencia de los aviones suicidas, de las Torres Gemelas desmoronándose a plomo, de la tragedia de miles de ciudadanos, descuartizados por una ferocidad infame y sin límites. Manhattan desaparecía y con Manhattan, demasiados inocentes, algunos mitos, algunos símbolos, algunas arrogancias: la invulnerabilidad de los Estados Unidos y del sistema financiero internacional que amparan e impulsan. Quizá con el World Trade Center cedía también en su ingeniería el nefasto pensamiento único, y sonaba la exigencia de desempolvar ideologías y esperanzas, para reconstruir la Gran Manzana y todo un planeta más sólido y solidario. Pero el paraíso que lidera Zaplana, tiene una autonomía subordinada a los intereses de aquel país desolado ahora por el terror ajeno y la propia incertidumbre, aunque Zaplana embebido en los fastos de unos más que dudosos triunfos, no mostrara el más ligero titubeo: lo dijo todo de carrerilla, bien ensayado a bordo, entre cremas, filtros y vaivenes.

En los entreactos, la portavoz Alicia de Miguel hacía números, por hacer algo, y los cantaba como un romance heroico: el presidente abatía a sus contrincantes a los puntos. Y luego reveló lo que todos sabíamos: el resultado del debate o más propiamente del simulacro del debate. Y esa es la cruz de los gobiernos de mayoría absoluta: que ganan tan solo representando parodias; que les resbala, cuando no les irrita, la discrepancia, la contestación, la crítica; que se les oxidan los rodamientos de la autocrítica; que desprecian la realidad por golfa y respondona; y que más que gobernar, lo que tiene su intrígulis y su arte y sus cavilaciones, mandan. El único gobierno de mayoría absoluta que realmente podría gobernar, sería el que prohibiera el gobierno de mayoría absoluta.

El espectáculo del intitulado debate de política general evoca los montajes teatrales de Piscator: en un primer plano el intérprete, en el fondo la proyección fílmica. Solo que aquí el intérprete llevaba el papel cambiado: mientras declamaba sus glorias, los escombros lo iban desmaquillando.

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