La escalada de la maldad
Nos ha caído una guerra global encima. Va a ser difícil librarse de sus consecuencias, aunque sólo sean psicológicas. El miedo, por ejemplo. El miedo que da la certeza de que, aunque ninguno de nosotros es Bush o Colin Powell, existe alguien que odia nuestra forma de vida. Porque ésa es, al fin, la cuestión: el fabuloso crimen que lanza aviones llenos de gente como nosotros contra los símbolos del poder económico y militar; es, también, un ataque a las personas que pensamos -con toda clase de matices- que la democracia, aún llena de errores, es un buen sistema de organización social. Las torres de Nueva York o el Pentágono pueden no gustarnos, pero lo intolerable ha sido la forma de ser atacadas: utilizando aviones llenos de ciudadanos pacíficos contra otros ciudadanos pacíficos.
Se ha hablado de sorpresa, de que nadie podía prever algo así. Los que dicen esto son o ingenuos o miopes. La maldad humana ha conseguido, con este último episodio bélico, más que un hito histórico: la culminación de una carrera feliz. Una carrera que, en los últimos meses, se ha explicitado por todas partes: desigualdades sociales, intolerancias, fanatismos y también frivolidades, prepotencias y egocentrismo patológico, por citar algunos rasgos sobresalientes. La maldad, perfectamente descrita cada día por los medios de comunicación, ha creado -no podía ser de otra forma- una inquietud y un malestar social, incluso entre los 600 millones de seres humanos que vivimos en lugares privilegiados. Ver un telediario es, desde hace años, abrir la ventana a un mundo que no va bien. Y aunque una mayoría de los privilegiados traga la sopa de sobre mientras contempla los famélicos niños de Somalia, otra gran mayoría se ha lanzado a apoyar a ONG y a buscar caminos para que las cosas resulten soportables. Es en ese escenario en el que ha sucedido la tragedia norteamericana. ¿No era previsible, dadas las circunstancias, que algo muy gordo tenía que ocurrir?
La guerra global se ha gestado, pues, a conciencia desde hace tiempo. ¿Es ésta una guerra entre culturas como está de moda decir, sin tener en cuenta que todas las culturas tienen su lado luminoso y su lado oscuro, lo cual genera, en la práctica, modos de vida que hace feliz o desgraciada a la gente? ¿Quién sabe si los kamikazes de los aviones eran tan desgraciados o tan felices como los hombres y mujeres a los que llevaron a una horrible muerte? ¿Quién puede asegurar que, en tanto que seres humanos, unos y otros hubieran podido contrastar sus diferencias y acabar entendiéndose si hubieran puesto algo de empeño en ello? La maldad está en que esa oportunidad no ha existido. El desconocimiento, la ignorancia, la cerrazón, son frutos de un mal que convierte a los individuos en enemigos.
En su espléndido análisis de la sociedad de la información (La era de la información, Alianza Editorial) el profesor Manuel Castells analiza lo que llama 'economía criminal (global)', que reúne a mafias e intereses en la sombra, como uno de los poderes capaces de cambiar, a peor, la faz del planeta. Lo que Castells explica no es una novela, sino una realidad terrorífica documentada que liga perfectamente con hechos malvados como los que estamos viviendo. Cualquier experto mediano en la realidad norteamericana también conoce que existe una 'América en la sombra', como la llama el novelista James Ellroy, que se alegra del 'cuanto peor mejor'. La internacional del crimen no entiende de países o de culturas, se apodera de los gobiernos y derrocha una imaginación refinada en causar sufrimiento, como acabamos de constatar. Sería hora, como propone Michel Houellebecq (El mundo como supermercado, Anagrama, pag. 37) de reconocer que 'la única superioridad está en la bondad'. Qué palabra más vieja y desprestigiada. Qué necesario es recuperarla con hechos.
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