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Columna
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Nosotros

La canallada de las Torres Gemelas ha provocado el mayor movimiento de solidaridad conocido hasta ahora en el cruel y acechante devenir del mundo. Ninguna catástrofe natural o bélica tuvo jamás una respuesta colectiva tan unánime, tan firmada y reafirmada, con las banderas del planeta a media asta, con la economía en vilo, con el deporte paralizado, con los ejércitos dispuestos a prestar ayuda, con los reyes y los políticos mostrando una adhesión inquebrantable y con los medios de comunicación tan dolorosamente interesados por una sola noticia. Los últimos cuatro días han pasado como un interminable minuto de silencio, y todavía hoy pueden encontrarse escombros neoyorquinos en los balcones, en los párpados, los sueños y los miedos de cualquier parte del mundo. Los países occidentales no sólo han mostrado su compasión por las víctimas, sino que aprovecharon la desgracia para manifestar su admiración por el estilo económico, político y periodístico de los Estados Unidos de América. Más que una humillación del orgullo patriótico, la canallada del 11 de septiembre puede servir para que los norteamericanos comprueben una vez más que el pasado, el presente y el futuro depende de su liderazgo. Todos somos norteamericanos.

Pero esta realidad oficial contrasta con un segundo comentario que circula también por el mundo, aunque se mueva en el silencio de la hipocresía pública. Después de asumir el horror de las tragedias humanas y de aclarar que no hay justificación para los actos de violencia, la gente pone cara de circunstancias, baja la voz y dice: se lo estaban buscando. Y la gente es temeraria e injusta, porque debería decir: nos lo estamos buscando. Ya que nuestras banderas ondean a media asta, ya que todos somos norteamericanos, debemos aprender a opinar sobre Wall Street, el Pentágono y la Casa Blanca como asuntos de política interna.

¿Qué nos ha pasado a todos nosotros con la canallada de las Torres? Vivíamos en un mundo sin fronteras, pero con una geografía precisa para las desgracias militares. Acostumbrados a que las bombas cayeran del otro lado, nos resultaba fácil abandonarnos a la rutina de los buenos y de los malos, de los valores universales de nuestra razón, de la lógica justa que separa los rascacielos y los campos de concentración, la riqueza y la miseria del mundo. Las televisiones ayudaron bastante, sufrieron paternalmente por nosotros, endulzaron nuestra cacareada libertad de expresión con las imágenes precisas, nos enseñaron a mirar lo que nos convenía para que nos sintiéramos tranquilos. Y es esa tranquilidad la que ha saltado por los aires, entre los cristales de la Torre Norte y de la Torre Sur. No estamos a salvo, también nos pueden amargar la vida a nosotros, aunque no nos lo merezcamos, aunque tengamos razón, aunque no seamos palestinos, sudaneses o colombianos.

Lo peor de todo es que la respuesta militar que esperan los culpables no nos asegura el regreso a la tranquilidad. Nuestra política interna pasa por una democratización económica y cultural del mundo, por pagar nuestras deudas con la ONU, por cumplir sus resoluciones, por firmar los tratados internacionales sobre la ecología y el racismo. O sea: una misión imposible.

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