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Columna
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III Guerra Mundial

De verdad que no quiero parecer frívola. Sé que no tiene ni pizca de gracia. De verdad, lo sé. Sólo quiero contar cómo vivimos algunos en Madrid el día que cayeron las Torres Gemelas de Manhattan, el día en que estalló el Pentágono. Algunos apuntes sinceros. Hay un humor muy negro, eso sí que es verdad. 'Pon la tele', fue el primer mensaje que recibí en mi móvil. Me lo envió E. Observé, asombrada, cómo ardía la primera de las torres. Todo apuntaba a un accidente digno del género catastrofista de Hollywood. Después, en directo, todo lo demás, el impacto del avión empotrándose en la segunda torre, la bola de fuego, el derrumbe final de los edificios, Manhattan recorrido por nubes de polvo gigantescas, compactas, esas personas, cuyos gritos a trescientos metros del suelo nadie podía oír, agitando trapos en su inútil llamada de auxilio, los cuerpos cayendo al vacío de los que preferían al horror una huida imposible. En la tele, todo iba adquiriendo una apariencia de irrealidad. Me pregunté si el horror actual, retransmitido, perdía verosimilitud, si los horrores del pasado ganaban en espanto a través de la recreación posterior.

Entonces me llamó L. Hacía días que no hablábamos, porque nuestro último encuentro nos había conmocionado. Usó, para explicar su sensación ante el derrumbe de Manhattan, la palabra conmoción. Yo pensé que en ocasiones hace falta una guerra mundial para poder poner nombre a las guerras particulares. También pensé en a quién llama uno cuando el mundo se tambalea. Entonces me llamó B. Tenía una subida de tensión (emocional, dicen los médicos), le estallaba la cabeza y me pedía que fuera a su casa. En la radio del taxi sólo se hablaba del estallido de Manhattan y pensé que es necesaria mucha tensión para que eso llegue a producirse: 'Es que la humanidad no puede permitirse un conflicto que dura 50 años', decía alguien en antena. Al final te estalla la cabeza, como a B. En casa de B seguimos viendo la tele. Después llegó N. Aventuraba la posibilidad de que el propio Bush fuera el responsable de la catástrofe terrorista de Nueva York y de Washington, para así demostrar al mundo lo malos que son los malos. Hasta ahí creía ella que podía llegar la perversión. También dijo que había oído que ya se calculaban 150.000 muertos y que cuando la guerra del Golfo algunas personas sufrieron aquí brotes paranoides. Yo pensé que la guerra es la excusa perfecta para permitir que brote una paranoia que tiene que ver con tu novio o con tu madre. La gente está paranoica.

Nos íbamos enterando de que seguían cayendo aviones secuestrados. Entonces me llamó P. Fue la primera vez que pronunciamos las palabras Tercera Guerra Mundial; 150.000 le parecían demasiados muertos, él calculaba 50.000. Estaba muy excitado y en su casa se iba concentrando un grupo de amigos, una especie de gabinete de crisis privado. Su pareja cruzaba el salón acarreando unas maletas que ya habían decidido hacer antes de lo de Manhattan. 'El mundo se derrumba a nuestro alrededor y nosotros nos separamos', le dijo P, parafraseando Casablanca. Quedamos en estar en permanente contacto. Después hablé con Z, que intuía para nuestro inmediato futuro de Occidente un inoportuno estado policial, mientras que V auguraba para el día siguiente una vuelta a la normalidad absoluta. Me lo imaginé repantingado en el sofá del gabinete de crisis privado del salón de P y pensé en ésos que cuentan chistes en las trincheras de las pelis de guerra. Hablé con A y nos imaginamos a alguna de las víctimas diciendo a alguien la noche anterior: 'Necesitamos reflexionar. Es mejor que no nos veamos en un tiempo'.

Ya de noche hablé de nuevo con P. Estaba como de bajón, con esa sensación de vacío que queda en el cuerpo después de una emoción muy fuerte. Me hizo pensar en la tristeza que se siente a veces después de echar un buen polvo. Nadie se atrevía a decirlo, pero habíamos entrado en una especie de morbosa espiral de fascinación y, de algún modo inconfesable, esperábamos más explosiones, más derrumbes, más espectáculo de destrucción. Pensé que nuestras vidas cotidianas no nos gustan. Quizá estamos enfermos. J me había enviado un mensaje que remití a P: 'Según Telemadroño, todo apunta al Grapo'. Nos fuimos a la cama riéndonos muchísimo.

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