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Columna
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Que llueva, que llueva

El domingo salí al monte a buscar setas. Ya sé que estamos al principio de la temporada y que la tierra está aún muy seca, a pesar de que pueda parecernos que ya ha llovido mucho. Pero la naturaleza manifiesta su cambio estacional ofreciéndonos cada temporada efímeras delicias silvestres y a mí me gusta seguir ese cambio de cerca: en julio fueron las metras y en agosto las moras; en septiembre maduran el madroño y la endrina, caen del árbol las primeras avellanas silvestres y empiezan a brotar los champiñones; luego vendrán las castañas y con ellas la lamperna, el níscalo, la ziza y tantas otras setas. Pero aún es pronto. Empieza a blanquear el verde de las campas, es verdad, pero la mayoría de las veces lo que aflora no es el sabroso champiñón sino el incomestible pedo de lobo, también llamado en Euskadi pedo de burro o astaputz. No esperaba, pues, encontrar gran cosa, pero hay algo de mágico en la búsqueda de esas primeras señales con las que la naturaleza nos comunica sus cambios. Y así como escuchar por primera vez el canto del cuco sigue siendo en casa motivo de comentario y de alegría cada año, también recoger las primeras setas, aunque sean pocas y encontrarlas exija largas caminatas, tiene algo de anticipada nostalgia, en el caso de que tal cosa sea posible.

Me gusta el monte en compañía, pero lo que más me gusta es el monte; así que, no habiendo otra compañía mejor dispuesta, salí acompañado sólo de mi perro Baltza. Pronto se agota la conversación con un perro y así fue como mi cabeza empezó a transitar por extraños derroteros, aburrida tal vez al no tener que esforzarse gran cosa para guiarme por unos terrenos de sobra conocidos. Y mis pensamientos, desbocados, se empeñaron en encontrar analogías entre la búsqueda de los primeros champiñones de la temporada y el debate político en Euskadi.

Sí, ya lo sé, ya sé que suena raro. A mi abuela nunca le gustó que fuera al monte sólo: si andas sólo por el monte te da por pensar, me decía. Mi abuela atribuía a esta funesta manía el fatal destino que sufrió alguno de sus vecinos del caserío, que al parecer se suicidó colgándose de una higuera. Para mí que tal hecho fue consecuencia no de andar sólo por el monte, sino de andar sólo por la vida, pero la advertencia ha quedado ahí y la tengo muy en cuenta. El caso es que, como les decía, entre sube y baja, entre campa y peña, mientras iba recogiendo mi magra cosecha de champiñones, empecé a establecer relaciones entre la placentera actividad a la que estaba dedicado esa mañana y la mucho menos placentera situación política vasca.

Y pensaba yo, allá en el monte, que así como la lluvia que cae en Baleares o en Valencia sirve de bien poco para que nuestras campas adquieran la humedad necesaria para que los micelios se desarrollen y afloren las sabrosas setas, de bien poco nos sirve a los vascos lo que en otros lugares del mundo ocurra si no somos capaces de poner en marcha procesos de reflexión y de contraste de ideas que lleguen hasta lo más profundo de nuestra sociedad. Ha podido llover mucho en Irlanda, no digo que no; ha podido llover mucho y bien en Macedonia o en las Islas Feroe. Pero no nos engañemos: lo que allí llueva allí se queda y no elimina ninguna dificultad ni nos ahorra ningún esfuerzo. Necesitamos recuperar el pulso del tiempo también en la política. Necesitamos lluvia que empape suave pero profundamente nuestra tierra. Pero aquí casi siempre hacemos de los debates aguaceros, tormentas con acompañamiento de rayos y truenos, aguaduchus que desbordan los ríos y arrasan las riberas. De ahí que, casi siempre, acabemos empantanados.

Si, como parece, los próximos meses van a ser pródigos en debates de fondo, bueno sería que comprobemos cómo está el terreno y tengamos muy claro qué es lo que podemos esperar como fruto de nuestras excursiones. No sea que saliendo a buscar champiñón volvamos a casa con una cesta colmada de pedo de lobo, también llamado en Euskadi pedo de burro. Con perdón.

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