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Rodríguez Zapatero y la inmigración

Sami Naïr

'Yo creo que una fuerza política progresista tiene que liderar las nuevas formas de integración, las nuevas formas de convivencia, entender que esa pluralidad es una fuente de riqueza, más que de conflictos, y, además, hacer una política que favorezca, en los casos de inmigraciones masivas, el retorno a los países de origen. Todo inmigrante desea volver a su país, desea el retorno, si en su país puede vivir, a veces, simplemente, sobrevivir. Éste es otro de los hechos que deberíamos tener como objetivo político prioritario' (El Socialista, agosto de 2001). Esta cita, extraída de una reciente entrevista a José Luis Rodríguez Zapatero, es indicativa a la vez de la buena voluntad del dirigente socialista y de sus ilusiones sobre la inmigración. Es cierto que la inmigración supone un enriquecimiento para el país de acogida. No es cierto que todo inmigrante desee regresar a su país. En general, la historia de los flujos migratorios demuestra que los emigrantes acaban por instalarse definitivamente en el país de acogida y que sólo una ínfima parte afronta el desafío del regreso, que no es nunca un nuevo arraigo, sino un nuevo desarraigo. Esto no tiene nada que ver con el hecho de 'desear' volver al país de origen. La primera generación de inmigrantes, desde luego, quiere mantener un contacto permanente con el país de origen e incluso se propone regresar algún día. Pero la inevitable y necesaria integración conlleva obligaciones que arraigan a los inmigrantes en el país de acogida. Su regreso se convierte en un 'mito del regreso'. Un mito necesario para atenuar los efectos psicológicos del desarraigo. Plantear el problema del regreso antes de haber resuelto la cuestión de la integración es, por lo tanto, paradójico. Tampoco hay, como también dice el dirigente del PSOE, una 'avalancha' migratoria a España. La inmigración legal es poco importante, y la ilegal, desde luego espectacular debido a los ahogados, sigue estando por debajo de los flujos que llegan insensiblemente por vía terrestre tanto a Alemania como a Italia e incluso, por mar, a Inglaterra.

Sólo que en España, como en Francia hasta hace poco, la inmigración se ha convertido en un asunto de política politiquera. Al modificar en el último momento la Ley de Extranjería, el Gobierno ha hecho difícil una política de consenso que habría podido evitar muchas tragedias. La opinión pública está caldeada por los medios de comunicación en busca de sensaciones fuertes. En las regiones donde se agrupan los inmigrantes para trabajar, algunos políticos, tanto de derechas como de izquierdas, no dudan, frente al aumento del racismo, en caer en la más indigna demagogia xenófoba con el único fin de conservar sus feudos electorales. En resumen, el inmigrante se ha convertido en España en un cómodo chivo expiatorio.

Todo el mundo lo sabe: no hay una solución fácil al difícil problema de la gestión de los flujos migratorios. Pero es deber de los responsables políticos hacer que prevalezca la razón, el derecho de las personas y la tolerancia. El mérito de José Luis Rodríguez Zapatero consiste en inscribirse en esta perspectiva. Sólo se trata de saber si ha medido la complejidad del problema. Para enfrentarse al aumento de las migraciones, que se produce en casi todos lados, propone que se convoque una gran cumbre de Naciones Unidas sobre los flujos migratorios, igual que la ha habido en Pekín sobre la condición de las mujeres o en Río sobre el medio ambiente. Una idea interesante, aunque sólo fuera por el intercambio de experiencias, pero perfectamente superflua respecto a su eficacia práctica: ningún país del mundo se dejará imponer una política de acogida de trabajadores. Es, pues, una falsa 'buena' idea. Él sugiere la adopción de una adenda a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sobre los derechos de las personas obligadas a emigrar. Pero ¿cuáles serían el valor y el alcance jurídico de ese texto? ¿Sería obligatorio? ¿Y en ese caso, quién lo impondría?

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Desea que Europa se haga cargo de la cuestión de la inmigración. Pero Europa no tiene ninguna competencia en la materia y, si nos remitimos a los 'progresos' realizados en las negociaciones sobre el tercer pilar, no está preparada para tenerla. Hay que dejar de llevar a Europa los problemas que no se pueden resolver en casa. Europa no tiene vocación de ocuparse de todo, y mucho menos de cuestiones que afectan a la identidad de los pueblos. Europa puede financiar a veces proyectos o iniciativas en materia de inmigración, pero la definición de las políticas de inmigración, puesto que afectan a las identidades nacionales, incumbe legítimamente a los Estados nacionales. Alemania, que durante años deseaba una política europea de cuotas, hoy ya no quiere oír hablar de ello, precisamente por esta razón. Lo mismo ocurre con Francia, ¡y más vale no plantear la cuestión a los pequeños países europeos!

En realidad, estas propuestas son deseos piadosos. Son significativas, a pesar de la sinceridad de José Luis Rodríguez Zapatero, del desconcierto ante una cuestión tan compleja y explosiva. Ahora bien, es urgente dar una respuesta política, que todos puedan comprender, a la cuestión de la inmigración en España.

En primer lugar, no hay que abandonar la idea de un consenso entre todas las fuerzas políticas sobre esta cuestión. Gobierno y oposición deberían reanudar el diálogo. Las divergencias actuales no son, me parece a mí, insuperables. Porque lo que está en juego es mucho más grave. Después, España debería concentrar todas sus energías en poner en marcha una política de inmigración coherente, ambiciosa y clara. Pero esto supone un auténtico diálogo con el vecino más directamente implicado: Marruecos.

Ésta es la cuestión central. El número de inmigrantes procedentes de Marruecos aumenta constantemente. Según las cifras oficiales, los marroquíes son la primera nacionalidad si se considera el conjunto de la población extranjera en España; es decir, 194.099 de 938.783 (o sea, más o menos un 20,5% de la población extranjera). Sin contar a todas las personas que entran irregularmente en el territorio español. José Luis Rodríguez Zapatero, por lo tanto, tiene toda la razón al pedir la creación de una institución bilateral hispano-marroquí o por lo menos la puesta en marcha de un dispositivo de cooperación reforzado entre los dos países. Porque objetivamente, detrás de la inmigración, está en juego toda la cuestión de la cooperación. Están implicados varios asuntos: pesca, agricultura, inversiones, deuda e inmigración. El fracaso, el pasado mes de abril, de las negociaciones para poner en marcha un acuerdo de pesca entre Europa y Marruecos tiene graves consecuencias para España: pérdida de empleo para varios miles de personas, cese definitivo de la actividad para 400 barcos de pesca españoles, dificultades económicas y sociales para las regiones de Galicia y Andalucía, sin contar las sumas destinadas a la reconversión de las flotas. Pero ¿no se habría podido evitar este fracaso? En todo caso, hay que retomar rápidamente el asunto, porque Europa, de momento, no concede ninguna compensación a España.

Agricultura: uno de los principales puntos de desacuerdo con España concierne a la exportación de tomates marroquíes al territorio de la UE, y más generalmente, de todas las verduras, frutas y flores. No tener en cuenta la petición marroquí es, se quiera o no, contribuir a vaciar el campo marroquí de sus pobladores, dejándolos así en el paro, y además, favorecer la emigración. Deuda: Marruecos es uno de los principales países deudores del Estado español: su deuda pública asciende a 100.000 millones de pesetas (1997). Pero el reembolso de la deuda constituye un obstáculo mayor para el desarrollo, porque capta todos los recursos que deberían dedicarse a satisfacer las necesidades fundamentales de la población marroquí. La política española de conversión de la deuda marroquí en inversiones, lanzada en 1996, no parece haber dado los frutos que se esperaban. Efectivamente, aunque con esta política Marruecos se ha podido beneficiar de un aplazamiento de la deuda, al final los proyectos sólo son rentables para los inversores extranjeros (capitales privados): entre estos proyectos, sólo hay una fábrica para la transformación del acero o también una fábrica de embalaje. Inversiones españolas (unos 3.000 millones de pesetas al año): benefician en primer lugar a España.

La inmigración incontrolada: según Abel Hamid Beyuki, presidente de ATIME (Asociación de Trabajadores Marroquíes en España), el año pasado murieron 92 personas que intentaban entrar clandestinamente en España en pateras y este año se lamentan ya 54 muertes en las mismas condiciones. El hecho de que todos los días seres humanos pongan sus vidas en peligro para emigrar muestra bien la gravedad de la situación. Nos encontramos frente a una tragedia que no se puede resolver con las baladronadas del Gobierno español acusando al Gobierno marroquí de pasividad o de falta de cooperación, o con las propuestas generosas, pero poco prácticas, del líder del PSOE. Estos pretextos no pueden seguir disfrazando la realidad: las migraciones se han vuelto incontrolables, van a seguir. Las mafias se aprovechan a los dos lados del estrecho de Gibraltar. El representante del Gobierno marroquí, Abbas El Fassi (ministro de Empleo), ha prometido la creación de 10.000 nuevos puestos de control en las fronteras. Sin embargo, es absolutamente evidente que sólo una respuesta política, basada en un acuerdo estratégico entre los dos Gobiernos, puede hacer frente hoy a los sectores mafiosos y corruptos en los dos países. El acuerdo bilateral que España y Marruecos acaban de firmar (25 de julio de 2001) para regular las condiciones de trabajo de los inmigrantes marroquíes en España, el tercero de este tipo -en virtud del cual, entre 12.000 y 20.000 trabajadores marroquíes podrán venir a trabajar a España, beneficiándose de contratos temporales o indefinidos-, va por buen camino. Una comisión hispano-marroquí, compuesta por representantes de los dos Gobiernos, seleccionará a los candidatos en el momento de la partida. Es muy lamentable que las ONG no se hayan unido, aunque sólo fuese a título de observadoras, a esta comisión, que corre el riesgo de convertirse rápidamente en una apuesta para los corruptores que tan a menudo pudren la atmósfera entre los dos países. Gestionar juntos la inmigración significa también situarla en el centro de la cooperación para el desarrollo.

España tiene todo el interés en tener un proyecto estratégico a largo plazo con Marruecos. El desarrollo económico, social y político de este país es una garantía de prosperidad para España. Es también la mejor forma de organizar las migraciones en el respeto al derecho y la dignidad de las personas.

Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Carlos III de Madrid. Es autor de La inmigración explicada a mi hija. Debolsillo, Plaza y Janés. Barcelona, 2000.

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Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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