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Obra social y negocio financiero

Banca ética, inversiones éticas, inversiones socialmente responsables... Son términos que vienen a expresar más o menos lo mismo: el intento, por parte de los ahorradores e inversores, de reconciliar dos factores aparentemente contradictorios. Por una parte, su preocupación por el rendimiento y la seguridad de sus inversiones; por otra, que estas inversiones sirvan para financiar proyectos que se ajusten a sus propios valores.

Pero seamos claros: en general, los inversores no buscan en primera instancia ser buenas personas caritativas. Buscan -buscamos- las mejores oportunidades del mercado, siempre que cumplan con un cierto código ético razonable.

No obstante, en un sector como el financiero, en el que los productos están cada vez más estandarizados y cada vez es más difícil encontrar factores distintivos, apostar de algún modo por la banca ética puede aportar verdaderos elementos de diferenciación para el consumidor. Cabe, sin embargo, preguntarse: ¿son la ética y las finanzas un matrimonio por amor? ¿O tal vez un matrimonio de conveniencia? ¿O se trata tan sólo de un flirt pasajero?

En todo caso, las cajas de ahorros ofrecen ya un modelo muy consolidado de relación entre ética y finanzas. Con su obra social, en efecto, las cajas constituyen un paradigma de eficiencia solidaria. Aunque a veces se tienda a contraponer los conceptos de eficiencia y solidaridad como si fueran objetivos antitéticos, la realidad de las cajas demuestra que no se trata de un binomio antagónico. Al contrario, eficiencia y solidaridad no sólo son compatibles, sino que se complementan. Para ser solidarios -o, en todo caso, para poder serlo de forma continuada- hace falta primero ser eficientes. Y al revés: con ineficiencia jamás se puede ser solidario.

Las cajas, aunque compiten con los bancos por los mismos clientes, cuentan con un valor intangible, más allá de su obra social, una forma especial de hacer las cosas que las distingue de los bancos. Todo el mundo se siente cómodo, se siente más como en casa, en las cajas de ahorros, que desde siempre se ha mostrado como entidades amigables, muy próximas a las personas y a la sociedad, y como tales son por lo general percibidas. No en vano esta manera diferente de hacer las cosas ha permitido que en muchos casos las cajas hayan contribuido a mitigar la exclusión financiera de muchas personas, sobre todo de las capas sociales más modestas.

Pese a ello, desde el punto de vista de generación de negocio no se suele profundizar demasiado en este factor diferencial. Sin duda, las cajas podrían -y aun permítaseme opinar que deberían- utilizar un poco más esta ventaja comparativa como un elemento de diferenciación estratégica, que les ayude a afrontar los retos de futuro del sector con ciertas dosis de tranquilidad.

Una entidad que dedique una considerable parte de los recursos de su obra social a actividades en favor de los jóvenes, de los ancianos, de las personas necesitadas, de los inmigrantes... ¿por qué no ha de intentar utilizar estos vínculos para ofrecer también servicios financieros a dichos colectivos? Con alguno de éstos ya lo vienen haciendo tradicionalmente, pero no con otros. Al fin y al cabo, por ejemplo, los inmigrantes también tienen su futuro y unas perspectivas ciertas de crecimiento. En consecuencia, son un segmento de población de atractivo creciente, a tener en cuenta por cualquier entidad financiera.

Por otra parte, y mucho más allá de la estricta cooperación humanitaria que se deriva de la obra social, dedicar a los colectivos en riesgo de exclusión social -no sólo a los inmigrantes- el mismo trato, desde la óptica puramente financiera o de negocio, como se le quiera llamar, que se ofrece a otros segmentos es una cuestión de absoluta justicia. Además es un paso importante para contribuir a su plena integración, ya que uno de los indicadores básicos de la integración de una persona en la sociedad es que goce de estabilidad en sus relaciones financieras. En definitiva, la colaboración financiera de las cajas con estos colectivos crea una interacción de mutuo provecho, que más que sumar multiplica.Por ello, no es nada gratuito pensar que las cajas puedan y deban gestionar las relaciones que se generan con sus aportaciones sociales. Por cierto, éste es un tema muy susceptible de malas interpretaciones -¿intencionadas?- por parte de algunos. Por lo tanto, debe ser gestionado con extremo cuidado. Por supuesto, no se trata en absoluto de mercantilizar la obra social. Pero entre la mercantilización de la obra social y su extremo contrario, que sería una red comercial trabajando de espaldas a la obra social de su propia caja, hay un gran espacio intermedio. Un espacio más que suficiente para gestionarlo con profesionalidad y sentido social, que redunde -¿por qué no?- en una mejora de la cuenta de resultados de las cajas. Si la obra social es el elemento más distintivo de las cajas, sería un error no gestionarla como un elemento adicional de diferenciación, que permita aprovechar comercialmente las relaciones que ella propicia.

No se trata de gestionar la obra social como un mero instrumento al servicio de la imagen corporativa de las cajas. Al contrario, la obra social debe estar al servicio de las necesidades que la sociedad siente como más perentorias. En la medida en que las cajas han acertado en dar respuesta a estas necesidades, se ha generado una corriente de simpatía hacia ellas, de buena imagen, que es legítimo que sea aprovechada desde la perspectiva estrictamente financiera. Con prudencia, pero también sin falsos complejos.

Al fin y al cabo, el incremento de la relación comercial de las cajas con los colectivos con los que colabora directa o indirectamente desde su obra social servirá para generar más recursos. Y estos recursos, a su vez, redundarán en nuevas colaboraciones sociales, ensanchando así una espiral de solidaridad que se enriquece con la eficiencia, la calidad de servicio y la profesionalidad de las cajas de ahorros.

Adolf Todó es director general de Caixa Manresa y profesor de ESADE

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