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Globalización y democracia

Un espectro recorre el mundo: el espectro de James Dean. Dean interpretó aquella profética película titulada Rebelde sin causa. Y es que las calles de Seattle, Gotemburgo, Barcelona y Génova han sido testigos de los embates de otra gran rebeldía sin causa. '¿Qué dice este hombre -se dirá el lector-, si todos sabemos que la causa de esta rebeldía es la lucha contra la globalización?'. Exactamente éste es el problema: la globalización es algo indefinido e inaprehensible, y luchar contra ella es tan significativo como sería, pongamos por caso, luchar contra la producción, o contra el consumo, o contra el comercio; o contra el coco.

Un aspecto esencial de estos recientes episodios de rebeldía es la indefinición del enemigo; la prueba de esto es que en realidad, como ponía de manifiesto no hace mucho Manuel Castells en estas páginas, los grupos que acuden a estas manifestaciones constituyen un conjunto enormemente heterogéneo: anarquistas, nacionalistas, pacifistas, violentos, ecologistas, anticapitalistas, tercermundistas, contraculturistas, proteccionistas, y un largo etcétera, constituyen el movimiento que se ha dado en llamar 'antiglobalización'. Quizá fuera más exacto llamarlos 'antisistema', aunque esto tampoco los abarcaría a todos. Uno de los problemas de esta enorme heterogeneidad es que el movimiento refleja una indigencia ideológica y filosófica rayana en el cinismo. Otro problema es que tal disparidad convierte su causa en algo utópico e inalcanzable: no se puede dar satisfacción a un conjunto tan heterogéneo, porque los fines de unos son contradictorios con los de otros. Es decir, aunque la alianza de acción les permite aumentar su número y su notoriedad, en realidad una unidad tan oportunista y circunstancial perjudica a todos menos a los más disparatados. El caso más evidente es el del cuasi-terrorista Bloque Negro, que gana atención a costa de la respetabilidad de otros grupos. Inevitablemente, el mezclar churras con merinas da realce a las churras, pero denigra a las merinas.

Se ha comparado la rebeldía del año 2001 con la de 1968 y desde luego tienen mucho en común; hay mucho de protesta juvenil, de acto afirmativo de una nueva generación que quiere hacerse oír, aunque esta voluntad de manifestarse no garantiza en absoluto un mensaje inteligible. Pero con todo, el movimiento de 1968 (que, por cierto, ha dejado muy poca huella política, aparte de un montón de libros y varias frases felices) era mucho más coherente y de mayor altura filosófica que el de hoy: era anticapitalista, antisistema, y constituía el reflejo paralelo de la rebelión de Praga de un año antes: en Praga se pidió un 'socialismo con rostro humano'; en París se exigió un 'capitalismo con rostro humano'. Ninguna de las dos primaveras, ni la antisocialista en Europa oriental, ni la anticapitalista en Occidente, lograron nada; pero dieron entrada a una nueva generación en política a ambos lados del telón de acero, una nueva generación que alcanzó el poder tras la caída del comunismo. El caso es que aquel movimiento fue mucho más coherente e intelectualmente solvente que los antiglobalizadores de hoy. Y vale la pena resaltar, hablando de incoherencia, que, aunque muchos de los antiglobalizadores se proclaman defensores de los países pobres, los representantes de estos países en las recientes manifestaciones son muy escasos. El movimiento antiglobalización es un fenómeno característico de las sociedades opulentas.

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No quiere todo lo anterior decir que la política y los políticos contra los que se manifiesta tal abigarrada mezcolanza sean irreprochables. Nunca desde la Segunda Guerra Mundial había tenido el mundo una colección de dirigentes (esencialmente, el llamado Grupo de los Ocho) menos inspirado o atractivo. Raras veces habíamos visto una combinación tan opaca de confusión, irresolución y mediocridad como la que, con muy pocas excepciones, nos ofrecen hoy los líderes mundiales. A ello se añade una serie de factores agravantes: el presidente norteamericano tiene una base electoral minoritaria y una línea política de la que lo menos que se puede decir es que es polémica; la Unión Europea tiene una cúpula que no brilla por su eficacia, su legitimidad democrática, su transparencia o su popularidad. Japón se debate en una crisis económica y política que dura ya una década. Hay quien considera que estos problemas justifican la rebelión antiglobalizadora; muchos han considerado que las manifestaciones eran más democráticas que los gobernantes contra los que se rebelaban. Tampoco esto es nuevo: los rebeldes de 1968 pedían 'democracia participativa', sin explicar qué quería decir eso.

La democracia es una de las grandes conquistas sociales de el siglo XX, pero desde Platón sabemos que los dirigentes democráticamente elegidos no tienen por qué ser los mejores. Ni siquiera tienen que ser demócratas, como lo demuestran casos tan palmarios como los de Hitler, Perón o, más recientemente, Fujimori. El problema de la democracia es que sus decisiones no son mejores que el conjunto de los votantes; y éstos, como humanos que son, se equivocan a menudo. ¿Justifican estos errores, junto a la apatía endémica de los electores, el que se dé entrada en la toma de decisiones a grupos minoritarios más activos, más ruidosos y a menudo más violentos, contra la voluntad expresada por la mayoría? Esto es lo que proclaman los terroristas nacionalistas en el País Vasco, Irlanda del Norte, Córcega y muchos otros sitios. Esto es lo que proclamaron los movimientos totalitarios de los años treinta del siglo XX. Los antiglobalizadores debieran aclarar su posición al respecto.

La democracia, como realidad cotidiana, ha perdido gran parte de su encanto inicial. Influir en las mayorías requiere tiempo, paciencia, esfuerzo. Es tentador tomar atajos, recurrir a actos heroicos y espectaculares. Invadir una gran ciudad en unión de otros compañeros igualmente altruistas e intrépidos, lograr los titulares de la prensa y los medios, es mucho más atractivo que ir de puerta en puerta pidiendo el voto, aguantar interminables reuniones a las que nadie presta atención, o escribir ponencias que acaben en la papelera. Y es más satisfactorio moralmente que hacer rafting, puenting o parapente.

La culpa de estas disfunciones la tenemos todos un poco. Los medios y el público prestan más atención a los hechos sensacionales que a las cuestiones de fondo, con lo que estimulan la demagogia y la violencia. La política seria se distancia así de los ciudadanos. Para los políticos es frustrante tener que explicar el complejo proceso de la toma de decisiones; a los ciudadanos les aburre que se lo expliquen, y tienden a interesarse sólo por lo que les afecta a ellos directamente o por los episodios tremendistas. Pero debe hacerse un esfuerzo común por acortar esa distancia, por lograr esa 'democracia participativa' tan difícil de definir. Una vez más, la clave está en el sistema educativo. Una ciudadanía más educada aumentará su interés en la política cotidiana. Es responsabilidad de todos que la política no se convierta, como ha hecho últimamente, en una alternativa ética a los deportes de riesgo.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.

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