Contra el tranvía
El tranvía participó de manera decisiva en la creación de la metrópoli moderna como uno de los primeros sistemas urbanos de transporte público encarrilado, es decir, sujeto a un itinerario fijo y autónomo. Pero precisamente la necesidad de autonomía respecto a la creciente complejidad de la red viaria del automóvil fue la que provocó el inicio de su agonía en muchas ciudades, cuando se comprendió que la presencia simultánea del carril y del neumático sólo se podía mantener -a beneficio de ambos- con la superposición de las dos redes a distinto nivel. Fue el primer paso para reconocer que la circulación en una gran ciudad densa no puede acumularse en un solo plano y que, puestos a establecer varios niveles, lo lógico era especializarlos funcionalmente. Primero fue el metro, pero enseguida aparecieron las autopistas urbanas elevadas o soterradas, los túneles de cruce, los aparcamientos subterráneos, los monorraíles, los servicios de helicóptero, las cabinas suspendidas, etcétera. La ciudad actual se intercomunica, por lo tanto, en cuatro o cinco niveles superpuestos, cada uno de los cuales tiende a especializarse, excepto el de la cota cero, que ha de mantener la complejidad de la vida ciudadana, basada en la prioridad del peatón y de los transportes individualizados y en la activación de las formas urbanas significativas.
A pesar de su agonía, algunas ciudades -Amsterdam, Zúrich, Estocolmo, etcétera- han mantenido el tranvía, con una relativa autonomía de trazado a base de ir alterando a lo largo de los años buena parte de la estructura urbana. Pero no creo que esto sea ya posible en las grandes ciudades donde se ha mantenido durante años una vialidad de difusión homogénea y flexible, sin la imposición del tranvía. Éste es el caso de Barcelona.
No sé quién tuvo la idea de proponer la reimplantación del tranvía en Barcelona, a los 50 años de su defunción. Fue una pésima idea, un paso atrás en la especialización funcional de los distintos niveles de circulación. No es un error reservar carriles prioritarios para el transporte colectivo en un sistema superficial homogéneo. El error es pensar que este transporte debe funcionar sobre raíles fijos, cuando lo natural sería seguir con el sistema de autobuses, a pesar de sus inconvenientes, o resucitar el filobús, que tenía más garantías de antipolución. Sólo hay una razón indirecta a favor del tranvía: va a aumentar escandalosamente el colapso circulatorio en todos los cruces y va a inutilizar la capacidad de muchas calles, con lo cual se reforzará lo que llamaríamos la pedagogía del colapso. Todo el mundo se convencerá, por fin, de que el coche privado es un instrumento inútil para el transporte urbano. El caos tranviario logrará arrinconar el coche, aunque no creo que ésta sea la benéfica intención de los promotores. Quizá esos promotores piensen en otra consecuencia más romántica: la armonía sonora de la ciudad. A veces echo de menos aquel ruido del tranvía bajando por la calle de Muntaner y chirriando estrepitosamente en cada parada. Lo escuchaba desde mi balcón de la calle de Casanova, como el símbolo ordenado de la ciudad mecánica en contra de la algarabía natural de los ruidos del campo o del pueblo campestre. Pero parece que los nuevos tranvías ya no suenan tan estrepitosamente y que para satisfacer aquellas melancolías musicales que convivían con las de Rafael Medina y Antonio Molina ya no hay otra solución que la de grabar el ruido y emitirlo rítmicamente en las calles con tradición tranviaria. Pero para esta simulación no hace falta tomarse la molestia de comprar nuevos tranvías, sobre todo si ya no son ruidosos.
Pero si se trata de ofrecer soluciones convencionales y no exabruptos revolucionarios, el trazado de las vías en las áreas centrales de la ciudad es hoy un problema. Parece que en Barcelona lo están decidiendo unos técnicos de la Generalitat al servicio de no sé qué comisión, unos técnicos que no tienen ninguna relación con los que trabajan en el urbanismo municipal. El ensayo inútil que se hizo en la Diagonal ya demostró que era imposible encarrilar un trayecto interrumpido continuamente con un flujo perpendicular de vehículos. Y ahora oigo decir que, mientras el Ayuntamiento se esfuerza en reurbanizar la plaza de las Glòries Catalanes para convertirla en un nuevo centro activo y representativo, esos técnicos de la Generalitat han decidido arrasar todo símbolo urbano con una algarabía de líneas férreas. Y el Ayuntamiento no puede hacer otra cosa que preparar una alegación contra este trazado, ya que el diálogo previo no entra en el método de ambas instituciones. Deben ser técnicos sordos y mudos, aficionados al juego rendible de lo imposible, desconectados del urbanismo si no es a través de las impugnaciones y los apoyos partidistas.
En todo ello hay una incógnita profunda: ¿de dónde ha salido la idea del retorno al tranvía, una idea que también empieza a rebrotar en otras ciudades europeas? Déjenme ser mal pensado: las grandes industrias ferroviarias están lanzando al mercado -con mercadotecnia sofisticada- unos nuevos tipos de tranvías con algunos de los avances tecnológicos del ferrocarril. Es curioso que en todas las ciudades donde se vuelve a hablar de tranvías aparecen siempre dos multinacionales que ofrecen los argumentos más peregrinos e incluso los dicterios urbanísticos más disparatados, a menudo salpicados de demagogia consumista.
¿No llegaremos a tiempo para hacer recapacitar a nuestros políticos y nuestros técnicos y expulsar de Barcelona la atrabiliaria idea del tranvía para que se dediquen seriamente a la prolongación del metro? O utilizarla con mayores perspectivas utópicas: como proceso de eliminación definitiva de los coches o como excusa para mejorar el recuerdo de los entrañables chirridos metálicos de aquella Barcelona triste y suburbial.
Oriol Bohigas es arquitecto
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