El teatro de las voces
Julian Barnes consigue que el lector asista a una inmersión en tres vidas comunes, las de tres burgueses insatisfechos que hablan con gran ingenio y sarcasmo.
AMOR, ETCÉTERA
Julian Barnes Traducción de Jaime Zulaika Anagrama Barcelona, 2001 240 páginas. 2.200 pesetas
Dos hombres y una mujer hablan. Simplemente hablan. ¿A quién hablan? A veces parecen dirigirse al lector; otras veces, a alguno de ellos, a veces al interlocutor al que desearían tener enfrente cuando están solos. ¿O quizá se hablan a sí mismos, en realidad? El asunto no es banal porque, en primer lugar, la novela está concebida sola y exclusivamente como un conjunto de voces que hablan. De hecho, intervienen algunas otras personas, relacionadas de diversos modos con el trío central. En todo caso, siempre aparece ante ellos una especie de 'interlocutor íntimo' al que se confían, al que confían lo que no dirán a los otros, o dirán a medias. De hecho -y esto es curioso- todos hablan, se refieren de manera casi constante a los demás con respecto a sí mismos y, sin embargo, jamás se lo dicen al otro; al otro sólo le manifiestan el aspecto más aparente o interesado de lo que de verdad se cuece en el fondo de todos ellos. Y es justamente este juego de ambigüedad el que hace muy interesante una novela que, sin embargo, no pasa de tratar asuntos comunes del mundo cotidiano de las relaciones personales.
Hay un pequeño problema que conviene señalar cuanto antes: las voces se parecen demasiado entre sí. No me refiero exactamente al modo de pensar -que en unos casos sí y en otros menos-, sino al modo de hablar. Casi todos los personajes tienen lengua afilada, gran ingenio y precisión sarcástica. Al menos, el trío (Stuart, Oliver, Gillian) y la madre de la mujer; pero es que, a su vez, la segunda esposa de Stuart y la amante ocasional operan ambas en un registro muy similar entre ellas; e incluso la hija mayor de Gillian es a veces más útil al texto que a sí misma. Quisiera dejar en claro que no me disgusta como lector, lo que ocurre es que no dejo de ver demasiado al autor tras todas esas voces: papi está demasiado presente; y no deja de inquietarme el hecho de que no se oculte bien, pues la representación de las relaciones personales que me propone exigen que él se retire definitivamente tras las voces de sus personajes.
Hay que reconocer, sin em
bargo, que, a medida que el texto avanza, los personajes se van pareciendo más a sí mismos, y sin olvidar el reparo anterior, hay que reconocer también que la insistencia de sus voces las hace ganar poco a poco en singularidad. La insistencia de sus voces y el modo excelente en que Barnes desarrolla, sin que apenas se note movimiento, el conflicto dramático que los reúne a todos. El caso más evidente es el de Oliver, cuya cháchara culta, que a menudo parece cargante, acaba mostrando su dificultad vital, es decir: acaba mostrando lo que trata de enmascarar con ella; y eso lo consigue Barnes con verdadera sutileza, sin asomo de evidencia, paso a paso, dejando el poso necesario y constante en el ánimo del lector para que éste comprenda. Aunque, en realidad, como apuntaba al principio, los tres personajes centrales -dejemos a salvo a las niñas, la señora Wyatt y la anciana señora Dyer- se esconden de sí mismos y lo hacen por medio de su habla, lo hacen hablando constantemente de sí mismos. Tanto ingenio, tanto análisis, tanta lucidez, frase más o menos trascendente, dan como resultado una propuesta al lector a veces excesiva, pero, en todo caso, un fino trabajo de fondo del autor para que, de manera indirecta, pero implacable, los tres acaben mostrando el sentido de su existencia.
Su existencia es la de tres elementos burgueses en cuyas vidas no sucede nada que no suceda en las de los demás de su especie y de manera parecida. En realidad, el sentido de su existencia late en un par de frases que destacan del conjunto de frases ingeniosas. Hay un momento en que Oliver -una de las pocas veces en que baja la guardia- habla de 'la inexpresable tristeza de las cosas'. Lo dice para sí mismo, pero creo que podría aplicarse a esa especie de malestar de fondo no nombrado que respira en el fondo de todos ellos y de sus vidas. La segunda frase tendería a mostrar otra línea, esta vez de horizonte, presente en todos ellos. Oliver cuenta el modo en que un joven médico tuvo que comunicar, por primera vez en su vida profesional, la muerte inevitable de un paciente a su familia: 'Les dije que el paciente no iba a mejorar'. Al fin y al cabo, esto es lo que les ocurre a los personajes: que siguen viviendo y planteándose cosas, pero que ya no van a mejorar. Y es este modo de dejarlos el mayor acierto de la novela. Cuando, en uno de los capítulos, cada uno de ellos define lo que entiende por amor, sus expresiones son decisivas. Stuart dice: 'El primer amor es el único amor'; Oliver dice: 'El único amor es todo el amor posible'; Gillian dice: 'El único amor es el amor verdadero'. Éstas son las tres posiciones que mantendrán mientras en su realidad cotidiana las van royendo y dejando en el puro y desolado hueso. El relato del trayecto que va de su deseo a su incapacidad de convertirlo en satisfacción es el que marca el sentido de la novela. Un relato minucioso, insistente, que parece dar vueltas sobre sí mismo mientras avanza imperceptiblemente e implacablemente hacia su final. Y a pesar de que, como decía al principio, el autor asoma demasiado, hay que reconocer que el efecto final deja en el lector la sensación de haber asistido a una inmersión en tres vidas comunes, pero bien significativas, del tiempo que nos ha tocado vivir.
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