ADIÓS, EVELIO, ADIÓS
Si por mi santo fuera, nos quedaríamos aquí todo septiembre. O siempre. Ayer, sin venir a qué, empezó a hablarme de las mañanas fresquitas del final del verano, de la migración de las aves hacia tierras cálidas, de las últimas moscas -ahí se puso machadiano-, que pasan el otoño dándose golpetazos contra las ventanas recordándonos el verano que se fue. Ya ves tú, si él echa fluflú hasta en las almohadas de los niños. Lo que yo digo: un día nos encontrarán tiesos y vamos a ser la risa de toda España. Alabó el encanto de ver cambiar el color de las hojas mientras lees un libro de 700 páginas sobre algún genocida o algún desastre ecológico de consecuencias incalculables. Me habló de la primera manga larga, señal de que nos hacemos viejos y se acerca nuestro cumpleaños (los dos cumplimos años en enero): ¿no es acaso -dijo abrazándome y señalando una urraca- más esperanzador para el futuro del planeta que esa urraca emigre hacia el Sur a que una pareja de escritores, ignotos en la mayor parte del mundo, vuelvan a Madrid a asistir a actos en los que ni se nos quiere ni se nos echa de menos; no es verdad, paloma mía, que estamos mejor aquí?
No te pongas místico, le advertí, que te veo las intenciones. Pero tú te crees, le digo, que yo me voy a quedar aquí a ver cómo se caen las hojas. De cuándo. Si para mí la señal del otoño es que en los escaparates de mi calle Claudio Coello cae la ropa de verano y, aunque te da algo de melancolía, ahí están mis tenderos de mi alma, que no pueden tolerar que una clienta se ponga triste y en una tarde hacen brotar la moda del otoño, con una rapidez que, francamente, encuentro más humana que la lentitud de la naturaleza. Pero tú te crees que podemos quedarnos a ver cómo se quedan los árboles en el mismo palo. Porque tu manzano, ahí donde lo ves, en invierno será un palo...
-Ay, Lindurri, no digas eso -dijo tapándose los oídos- que sufro.
Sí, cariño, dije, la naturaleza es cruel, como esos documentales de La 2 en los que el tigre desgarra a bocados al cachorrillo de cebra. Por eso pongo yo a Jorge Javier Vázquez, por sensibilidad, no porque me interese cómo la tiene Paco Porras; la crisis Fidel-Rociíto; el sol dañando los pechos de Belén Esteban; Marichalar y Froilán en lancha mientras la infanta se cae del caballo; los churris de Carmina; Cayetana en bañador, grande en sentido nobiliario e inmensa en la zona abdominal; los expertos diciendo 'la Reina es una profesional', cosa que a mí me suena regular...
Mientras él miraba su jardín, yo abrí la Samsonite y empecé a llenarla de calzoncillos, como diciendo: yo me voy pero tú también. Entonces sonó un móvil. Sonaba dentro del aseo. Era de Evelio, que se tira horas en el váter. Salió abrochándose la bragueta. Dijo, mirándome las tetas, que tendría que dejar la zanja abierta hasta octubre, que su niño había ganado el campeonato provincial de ajedrez y le habían regalado un viaje a Terra Mítica. Mi santo dijo: coño con los niños de Evelio, no sé si dejarle a los nuestros a ver si nos los educa. Le di dos besos a Evelio y le dije: 'Bueno, no importa, si ya nos hemos acostumbrado a saltar la zanja'. Salimos a despedirle. Nos envolvió con el polvo que levantó su camioneta. Y así nos quedamos, pasmarotes. Créanme, nos ha dejado un vacío muy grande.
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