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SOBREMESAS
Columna
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Los salazones

El geógrafo griego Estrabón señalaba, allá por los años en que Cristo daba en nacer, que los mejores atunes del Mediterráneo se obtienen en los meses de verano, que es cuando se produce su paso desde el Atlántico.

Otro geógrafo, esta vez contemporáneo, Juan José Sellés, apoya las indicaciones de sus antecesor en el oficio, y se muestra de acuerdo en que la sazón del pescado azul se produce en el estío, y es nuestro mar el propicio para que dicha realidad se haga presente.

La geografía los unió, pero hoy Juan José ha tenido que olvidar algunas de las enseñanzas de Estrabón, y aun de Tolomeo, para dedicarse por completo a la gerencia de Salazones Sellés, en Alicante, desde donde distribuye su saber en forma de tonyinas y moixamas. Hablar con él es someterse a un curso rápido sobre el arte de conservar los pescados, después de haberlos seleccionado, fundamento de un final feliz.

Las mejores huevas de atún se obtienen nada más el animal ha pasado el Estrecho y se dispone a visitar el Mare Nostrum. En aquel momento, los futuros atuncillos ni siquiera han encontrado su forma de huevo, por lo que el contenido de la bolsa donde se alojan es un magma espeso e indiferenciado, pero donde se encuentran todos los sabores sin interferencias, con el máximo grado de finura. Aplicar el tratamiento para conservar dichas bolsas es cuestión de un momento -pocos días- y, así, se someten a la acción de la salmuera y prensado entre tablas, hecho que les confiere la forma característica en que se expenden.

El producto obtenido es delicado, ninguna aspereza altera el sabor de los futurísimos atunes, que unidos por la gracia de la sal, se nos presentan al paladar llenos de fragancias y recuerdos al mundo de Estrabón. A medida que se pasean por el Mediterráneo los atunes van creciendo, y con ellos sus crías en forma de huevo, por lo que las conservas que se producen del material así obtenido dejan observar las fases de la evolución. Cambia su color, del rojo sangre pasa al amarillo, y llega al color de la tierra cuando están a punto del desove, allá por el Adriático.

Hemos tratado del producto más sutil, pero no el de mayor importancia. El atún, no sus crías, forma la parte esencial del salazón de nuestras tierras. Del animal se sala cada parte, el bull, que es el estómago, el budillet, las tripas -como las borda, unidas a la butifarra, Santi Santamaría-, el sangacho, que es la parte oscura por la sangre, al lado de la espina dorsal, y por fin la ventresca, atún de ijada, y la mojama, que son los lomos del pescado.

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Salar es fácil, los antiguos pescadores y los pobladores de las costas lo tenían domesticado. Se coge el pescado, se limpia y lava con agua del mismo mar y, bien extendido, a orear. A que el sol le cueza la cara y los lomos e impida, junto con la sal, la putrefacción. O bien se inunda de agua salada, que no permitirá que el producto se estropee. Salar y conservar, y después comer. Como en otras latitudes ahuman, o inundan de aceite, para que el oxígeno no pueda penetrar en los tejidos y se conserve el producto.

Hoy la competencia es fuerte, la salazón es una forma específica de conservar, pero anticuada y con sabor característico. El producto queda modificado, por lo que sólo se come como recurso gastronómico. Nada tiene que hacer ante adelantos científicos como el enlatado o el congelado, los cuales salvaguardan, en cuanto que no aportan elementos extraños, los sabores originales.

Por ello, lo mejor es convertirlo en un lujo, que los productos conservados sean de tal calidad y con tan exquisita técnica tratados, que se deseen no como subsistencia, sino como regalo para el paladar. Así se está haciendo, y por ello, los precios están donde les corresponde, y no solo los nacionales. Las salazones de bacalao, tan frías y nórdicas, han aumentado su valor en el mercado de forma que lo que antes era comida popular ahora se cotiza en los locales más exclusivos.

Hasta productos que nunca gozaron -en función de la climatología- de los beneficios de la sal se están consumiendo bajo este tratamiento. Las huevas de pescado blanco -merluza, espetón y maruca-, se traen en fresco, previamente congeladas, se les hace entrar en calor y se hunden en la salmuera, aunque eso sí, a falta de sangre que les de color y sabor, se les añade un colorante, puro anaranjado, y a lucir el palmito por esos restaurantes de Dios.

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