ELEGÍA DE MONEO PARA SÁENZ DE OIZA COMO HÉROE DE LA MODERNIDAD
Pollença, donde vivió durante 40 años, acoge una exposición y un ciclo de homenajes para el arquitecto desaparecido.Su ilustre alumno resalta la capacidad y la habilidad plástica de 'una mente febril que pensaba con las manos'
Rafael Moneo retrató al arquitecto Javier Sáenz de Oiza (1918-2000) como 'una personalidad inquietante' y 'legendaria', el 'líder indiscutible de la modernidad en España', que 'aceptó la condición heroica que le atribuían sus contemporáneos' en los años ochenta, pese 'a su miedo a reconocer su absoluta excepcionalidad'.
Moneo, alumno y colaborador durante dos años de aquel enorme creador de las Torres Blancas, el ruedo de la M-30 o el edificio del Banco de Bilbao en Madrid, efectuó este viernes en Pollença, Mallorca, una elegía de Oíza y sus obras, una mirada de autor, con sobreentendidos. En aquella ciudad mallorquina donde el homenajeado veraneó y trabajó cerca de 40 años se presenta una exposición casi votiva de planos, dibujos y maquetas de sus intervenciones en la isla, con la cúpula de su casa, el bote velero y su coche Morgan a modo de ingenios biográficos.
'Construir es competir', decretó Rafael Moneo sobre el personaje y para sí, ante una sala abarrotada, con la mitad de la audiencia siguiendo de pie un discurso trenzado de ideas e imágenes. Razones dichas a veces con los ojos cerrados, manejando los puños y las gafas como si quisiera recordar 'la capacidad y la habilidad plástica de Oiza, la mente febril que pensaba con las manos', que se sintió expresado en la poesía de Borges y Hörderlin. El arquitecto desaparecido, que a la espalda mantenía un amigo clave, el escultor Oteiza, vio a Le Courbusier como 'referencia', pero desde el 'fuego de la pasión' y 'la excepcional inteligencia' con los años pudo asegurar: 'Yo tampoco soy Le Courbusier'.
Moneo evocó su época de joven estudiante de mitad de los tristes años cincuenta de la provincia madrileña, fracasado el intento de la arquitectura nacional (del franquismo), cuando llegó a la Escuela de Madrid, donde Oiza señalaba la ruta de la regeneración y dictaba clases de Salubridad e Higiene, 'fontanería, digamos, de organización racional y economía intrínseca'. En aquella época se recomendaba a los alumnos viajar y 'ahora lo hacen menos que lo que deben', apostilló.
Javier Sáenz de Oiza, según Moneo 'más intenso y denso que brillante', 'exorcizaba los miedos a reconocer su valía poniendo en los altares a los demás', pero se 'medía para ver cuál era su talento sin sentir el vértigo de la soledad'. En el recorrido guiado que el padre del Kursaal y del Museo de Mérida realizó por la trayectoria del maestro, seleccionó una decena entre sus construcciones geniales.
Para Huarte en Formentor, Pollença, Oiza reformó una casa en la que integró pinos y dejó 'veladuras femeninas' y fantasía. La misma pareja promotor-autor parió La Ciudad Blanca de Alcudia, un 'anticipo de lo que pudo ser el turismo de masas', el diálogo con el mar, el amago de 'la violencia y la potencia sublime, atrapada de Jörn Utzon'.
En los años ochenta, el respetado autor entra en el olimpo de la mano de la historia, su obra adquiere la dimensión de un clásico. El siempre gestual y genial fue obligado a 'ser un héroe y no un arquitecto'. El testamento, la culminación del periodo heroico, asoma en el estudio-fundación de Oteiza, donde se ven los sueños compartidos, en un edificio 'dramático y trágico, como un altar cósmico, helénico, con las incertidumbres de los tiempos'.
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