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Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

MARÍA BAYO REVALIDA SU CONSAGRACIÓN EN SALZBURGO

La soprano, única artista española presente este año en el festival con cometidos solistas, brilla con una luz irresistible en 'Così fan tutte'

En la prensa centroeuropea se ha escrito que es la 'perla del espectáculo'. Y, en efecto, lo es.

En primer lugar, por los recitativos. De un fraseo claro, matizadísimo, con un exacto equilibrio entre el lenguaje hablado y el cantado, marcando cada acento, con una definición pasmosa de la pronunciación. En segundo lugar, por la caracterización teatral. Hans Neuenfels la mima (como Herbert Wernicke, como Luca Ronconi: una habilidad diabólica de la soprano navarra). Despina es, así, el personaje más lucido de la obra. Podría serlo don Alfonso, pero Franz Hawlata es plano, monocorde, se le va el papel de las manos. A María Bayo no solamente no se le va su papel, sino que hace una creación magistral del mismo. Luego está la línea de canto, la seguridad en la resolución de arias, conjuntos y situaciones; y, sobre todo, la transparencia. Hace María Bayo fácil lo difícil, y la música de Mozart sale de su voz como un torrente de agua fresca.

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Únicamente Vesselina Kasarova (Dorabella) le aguanta el tipo. Con otras armas: el hechizo de su timbre vocal, una técnica deslumbrante al servicio de la expresión controlada. No se gana en las sustituciones respecto al año del estreno. Catherine Naglestad (Fiordiligi) no mejora la actuación de Karita Mattila, y los chicos -Rainer Trost, Natale de Carolis- están un tanto apagados. La dirección musical de Lothar Zagrosek, al frente de la Filarmónica de Viena, es lenta y enérgica. Es correcta, desde luego, pero no engancha.

La puesta en escena biológica o alucinada de Hans Neuenfels es entretenida. Tiene poco que ver con la trama o, para ser más precisos, ofrece una versión muy particular, una interpretación, por así decirlo, del desarrollo de la especie humana. Es una excusa para un bombardeo de imágenes poderosas, personajes extraños de estilos de animales o plantas, jardines exuberantes o baldosas de baño a lo Porcelanosa. No da tregua Neuenfels en un ritmo teatral lleno de recursos. Emociona poco, aunque su trabajo está muy elaborado.

Otra ópera que se repone este año en Salzburgo es Don Carlo. La transformación que ha sufrido, respecto a ediciones anteriores, es radical. Lorin Maazel dirige a la Filarmónica de Viena con fuego y pasión. Un reparto vocal de lujo le secunda: Neil Shicoff, un vibrante don Carlo; Thomas Hampson, un elegante marqués de Posa; Marina Mescheriakova, una sensible Elisabetta; Olga Borodina, una sublime princesa de Éboli; Ferruccio Furlanetto, un reflexivo Felipe II; Anatoli Kotscherga, un poderoso gran inquisidor.

Si la dirección musical ha experimentado un progreso espectacular, la escénica no se ha quedado atrás. Incluso ese lado tan discutible del tópico (los sombreros, la Inquisición) se percibe más como la visión alemana de Schiller que como un retrato de pandereta. Las columnas, los espacios, los pasillos, la permanente violación de intimidad, la opresión de la arquitectura, imprimen a este Don Carlo una visión austera, sobria, nada decorativa y afín a las fuentes literarias originales. Es grandioso aunque no grandilocuente, distante pero no frío, esquemático pero no simple.

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