Camareros de sí mismos
Hay quien tiene la imagen imborrable, igual que el general Buendía del hielo, del buen día en que vieron por vez primera el mar. No me acuerdo yo. Cuando abrí los ojos, la playa estaba allí ya, y era el mundo. Hasta los siete u ocho años, es decir, mientras la vida valía la pena, viví en la gloria (hijo de Gloria y Rogelio, relojero) en la calle Carabeo, en una casa con un mirador hacia el Paseo del Balcón de Europa y la playa de Calahonda. Calahonda permitía no ir a la playa sino bajar la cuesta, con disimulo, e ingresar de pronto en la aventura (mejillones, cangrejos, pulpos, lapas, el túnel que decían que llegaba hasta la iglesia... y Tom Sawyer, y La isla del tesoro... todo pasaba allí) y, al rato, regresar con cara de inocente, cuando en realidad acababas de estar en otro planeta: el otro mundo en la puerta de tu casa.
Calahonda, el Chorrillo, Carabeo, son la espalda de la calle Hernando de Carabeo (un capitán de la limpieza étnica al servicio del emperador Carlos) donde las casas también daban la espalda a la mar cuando la playa era la casa y vida de quienes nada tienen. Hoy, los que nadar quieren, ahí la tienen: tumbonas, chiringuito,... Otra limpieza (ésta económica, de clase) se ha llevado a los pobres de la primera línea de la especulación inmobiliaria a unos cerros de viviendas sociales que, como un campamento palestino, se levantan igual que un monumento al desarraigo en medio de la nada.
En Nerja se cruzó el último maquis con la primera sueca, los camisas viejas con los bikinis, los galones ganados en la caza del rojo, las billeteras de los constructores, los bigotillos fachas, los gemelos y los dientes de oro de los especuladores, las fuerzas vivas con traje gris y puro o en meyba y gafas de torturador, humos inaugurales del obispo, oficiales de gala: los pilares del régimen haciendo agosto permanente del buen tiempo, recalificando y construyendo. Una escena contemplada en el boquete de Calahonda condensa la exitosa pirueta del franquismo desarrollista: la pareja de guardias con tricornio se para frente a un guiri (entonces un franchute) en bañador y le ordena (por señas) ponerse la camisa. Pero (ya) no le cruza la cara.
Cruzo las calles yo, como si fuera abuelo de mí mismo: voy mirando las casas y las caras, Calahonda, Carabeo, y nada veo en que poner los ojos que no sean pizzerías, aftersun, souvenirs de un futuro pasado ya de hora... Nadie tiene derecho a echar de menos los romanticismos de una vida (¡y menos si es la de otros!) sin luz ni agua corriente; sí lo hay a recordar, y a recordarlo a otros, antes de que todo no sea más que un complejo comercial, un muro de cemento alrededor de un colorista vertedero, que hubo un tiempo, miseria milenaria, en la playa, en la arena, en que este sol que conoce a sus hijos y ahora dora y broncea, iridiscente, a reyes, dioses y tribunos, ennegrecía a los pobres: las quemaduras de las clases medias son el impuesto de transmigración que pagamos al negro ancestro achicharrado.
Rogelio López Cuenca es artista plástico y nació en Nerja en 1959.
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