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Columna
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Arreglos

La chapuza vuela sobre el destino y va más rápido que el progreso. No importa que en las sastrerías del futuro, destinadas a disfrazar el presente, se corten con tijeras de plata los modelos de los grandes cambios históricos y las sofisticadas indumentarias de la tecnología. La chapuza está ahí, mezclada en los tejidos de nuestras almas, pisándole los talones a la evolución de la especie, a la lucha por la vida, a los mandatos de Dios, al espíritu de los pueblos, a la determinación de las infraestructuras y las superestructuras, a la unidad de destinos en lo universal y a la razón democrática.

Por mucho que los filósofos se hayan esforzado en argumentar seis o siete explicaciones sobre los cursos de la Historia, al final todo encaja bien si lo entendemos como un homenaje a los chistes de Forges. La chapuza, Dios y el futuro están de parte de Forges. Con un pañuelo, cuatro nudos, tres gotas de sudor y un palo de escoba, podemos apañarnos una sociedad del bienestar. Los negociantes de la derecha admiten que son un 'caso', apellidado Gescartera, y se inventan una nueva fórmula de desamortización, con aires de timo de la estampita, para atentar contra las propiedades de la Iglesia y de la Guardia Civil. Los poderes secretos de la Costa del Sol, tan camuflados como el policía negro que quiso infiltrarse en ETA, han conseguido poner en marcha un plan marbellí para agilizar la burocracia y evitar el estancamiento de la Justicia. En dos o tres días se estudiaron y reciclaron más de 30.000 documentos, que han prestado un último servicio social, ofreciendo un ejemplo de educación cívica, al acabar en los contenedores ecológicos del municipio.

Pero la chapuza más sentimental, más bañada de memoria y de melancolía, es la que se ha apoderado de los aviones. Como las cadenas de televisión sienten un cariño especial por las películas de nuestra posguerra, los matrimonios de la España joven habrán podido comparar las condiciones de sus vuelos turísticos con los autobuses comarcales de la España vieja. La posguerra fue un dinosaurio lluvioso y amarillo, que habitó con flexibilidad en los almanaques nacionales, extinguiéndose o sobreviviendo, según los diversos negociados de la economía, la política y las costumbres.

Los autobuses de posguerra movieron sus motores ruidosos y sus aventuras asmáticas hasta los años sesenta. Imprescindibles en el argumento de las tragicomedias, bajaban de los pueblos a al capital cargados de apreturas, hogazas de pan, tripas de chorizo, botas de vino, risas, silencios, gritos saludables y paisajes tristes, pegados a las ventanillas como el vaho de los inviernos o el sudor de los veranos. Una multitud confusa, bien peinada y mal vestida, se apeaba en la estación para arreglar sus papeles, la cartilla del Seguro, el libro de familia o las escrituras de una herencia.

Los aviones con moscas, olor a orina y combustibles derramados son un homenaje a aquellos autobuses, ahora que los españoles viajan por los hoteles del Caribe en vez de acercarse a la capital a arreglar sus papeles. La chapuza de los papeles ha quedado para los moros y los negros, por culpa de unos políticos y unos economistas que pretenden arreglar el mundo con un palo de escoba.

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