_
_
_
_
_
Reportaje:BARRIO DE ZARAGOZA | VIAJE POR EL EBRO (17)

LA QUINTA JULIETA

Una casa de veraneo bien conocida por Ramón J. Sender inspiró una parte de 'Crónica del alba'

Hace algunas semanas que el viajero volvió de la Quinta Julieta. Todos los datos, los papeles y los recuerdos están ahora sobre su mesa. Este capítulo del viaje ya está completamente escrito, pese a las apariencias. Al viajero le deslumbra el sentido que cree advertir en la historia. Nunca creyó, como el joven Michel Leiris y sus inductores poéticos, que fuese posible detectar las ideas mediante el choque de dos o más palabras. Pero no duda de que así sucede con el choque de los hechos.

José Carlos Mainer había abierto el camino, en el prólogo a Crónica del alba. La novela de Ramón J. Sender está escrita en nueve libros, o partes, y uno de ellos se llama La Quinta Julieta. En el prólogo, Mainer daba por hecho que el escritor aragonés se había inspirado en una casa de veraneo -una quinta-, que llegó a conocer bien.

El viajero apareció por allí un atardecer. La Quinta queda al borde del Canal Imperial de Zaragoza, en una de las salidas de la ciudad, y los personajes de Sender solían llegar a la casa en una embarcación blanca, en forma de cisne, conducidos por un caballo blanco que tiraba de ellos desde la verde ribera, es decir, mediante una sirga lenta y majestuosa. Él llegó en un taxi que apestaba predominantemente a tabaco.

- Hágame un recibo.

- Le recuerdo que tiene usted la obligación de demandarlo al inicio del recorrido.

Sobre un muro de ladrillo, alguien había grabado 'La Quinta Julieta'. Una verja de hierro impedía el paso. El viajero llamó al interfono y dio unas explicaciones magníficas sobre un hombre que buscaba una casa que había visto en una novela. La verja se abrió, al tiempo que un sendero entre los árboles. Anduvo unos 200 metros hasta que dos monjas le recibieron frente a una edificación muy extraña, pero no sin estilo, donde se alzaba un enorme Jesús diseñado con la estética del Jesuchrist Superstar, aquella ópera de su inigualada juventud.

-Perdonen, pero creo que no es la casa que busco.

-No, claro que no, ésta es la casa de los ejercicios. Usted busca la ruina. Venga conmigo.

Había leído en Sender todas estas palabras: macizos verdes, amarillos, arcos de rosales trepadores. Flores, estanques y cisnes. Glorietas, madreselvas, césped, cenadores. Y allí estaban todavía la mayoría de aquellas palabras, mucho menos frágiles que las cosas. Hacía miles de años que nadie cenaba bajo las lilas, pero la monja anunciaba imperturbable.

-Mire: el cenador.

Al margen de aquel detalle, la visión de las ruinas de la Quinta causó escasa conmoción en el viajero. Sabía a lo que iba y en estas circunstancias, a las que con frecuencia le obligaba su oficio, siempre depositaba sobre cualquier capitel truncado, como un pésame, la última invocación del neoclásico a la altiva Roma caída -'ni tu ruina cabe en el olvido'-, e intentaba que ni la pérgola ni el tenis le nublaran la vista. A pesar de sus precauciones, sin embargo, sucedió algo que no esperaba.

- Venga, acompáñeme hasta el final del jardín, que verá la obra.

La monja, enteramente vestida de blanco, iba apartando la maleza con la tajante veteranía del que combate desde hace mucho la impiedad. El viajero no sabía muy bien adónde iba, ni a qué obra, aunque estaba convencido de que sería buena. Un muro cerraba el jardín. La monja había llegado primero y estaba extendiendo el brazo al frente.

- Ahí la tiene.

El viajero observó lo que venía al final del brazo: un enorme fenómeno ininteligible de hormigón, acero y encofrados, tierras removidas y un pelotón de excavadoras.

- El AVE y el cinturón pasarán por aquí.

El viajero retrocedió. Iba preparado para asumir el final inexorable de la Quinta tras una lenta decadencia. Incluso, mientras duró el paseo por el jardín, se había ido acostumbrando golosamente a la idea de que la casa -que tenía el aire de una quinta de recreo en el sentido más adulto y libertino de la palabra- acabara, bien ventilada, en manos de Dios. Pero no había previsto la brusca irrupción de un tren entre los cenadores y por un momento anduvo desconcertado hasta que la bella violencia futurista de esa visión, si bien no logró erguirle por completo, sí le permitió salir de la Quinta rehecho, como un hombre de su tiempo y no como un alfeñique mohíno.

Sobre la mesa aguardan el choque dos últimos hechos. Se produjeron sucesivamente. Una tarde, ya en su ciudad, el viajero releyó el prólogo de Mainer y observó algo que se le escapó o que había olvidado: la Quinta fue albergue de gitanos. Hizo un par de llamadas y le explicaron la historia del primer alcalde socialista, Ramón Sainz de Varanda, un hombre gestual y polifónico, que quiso agrupar en una parte de los terrenos de la Quinta a todos los gitanos de Zaragoza, construyéndoles módulos de casas prefabricadas. El asunto terminó pronto y mal por muchas razones: baste saber que los gitanos no se avinieron al módulo.

Cuando colgó, al viajero le vino a la cabeza el cisne blanco montado por niños morenos. Puro color. No siempre se piensa con palabras. Volvió al libro de Sender. Nunca había podido acabar Crónica del alba. Pero ahora era obligatorio leer su libro tercero. En la página 325, Juan, el pistolero, soltó a reír y dijo:

- Es una casa de campo. Un día todo el mundo vivirá en casas como aquéllas y en jardines como éstos. Pero antes tiene que llover mucho. Muchísimo tiene que llover.

Ni la belleza ni la justicia.

Del sueño sólo se ha cumplido la lluvia.

Unos obreros trabajan en la Quinta Julieta, por donde pasará el AVE y el cinturón de Zaragoza.
Unos obreros trabajan en la Quinta Julieta, por donde pasará el AVE y el cinturón de Zaragoza.JESÚS CISCAR

Paseos con Sender y Bécquer

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_