LA ALEGRÍA DEL REMERO
Félix Marugán fue, en junio de 1942, capitán de un grupo de jóvenes vencedores de la guerra civil que se propusieron llegar desde Tudela hasta el mar, que muchos de ellos no habían visto nunca. En Barcelona recibieron honores
Había acabado la guerra tres años antes y Félix Marugán tenía poco más de 20. Él era de los que ganaron, pero guardaba sus melancolías. La más vívida concernía a los anarquistas y a lo bien que hablaban, a esa manera, didáctica, tensa, sólo un punto redicha, con la que afrontaban los grandes problemas de la humanidad. Los anarquistas hablaban y muchas veces lo hacían en exclusiva para los niños, que se sentaban en corro a escucharles. De aquello le quedó que un hombre es lo que habla y se ufanó siempre, y aún ahora, de conocer el material humano a las tres palabras, de saber quién lo había criado y dónde y de pronosticar con un margen de error que sólo servía para hacer el presagio más científico en qué y en cuánto un hombre podía engañarle.
Félix Marugán tenía el cuerpo de un gran piragüista. Una delgadez fibrosa, una estatura razonable y los nervios de las manecillas de un reloj. Era paciente, como sólo suelen serlo los grandes ambiciosos: llegar, en una piragua, requiere la musculatura moral del corredor de fondo, cuya única actividad durante el camino es ir amasando, con el sudor y los sueños, una victoria cada vez más densa y más firme. Marugán había oído decir que los que van muy rápido sólo recogen viento y le pareció una frase idónea para mantenerla siempre en la quilla.
Había nacido en Zaragoza y, en consecuencia, nunca pudo recordar la primera vez que su padre lo llevó a ver el río. El río le permitía soñar en dos direcciones: cuatro ya no habría sido un sueño, sino una pesadilla deforme. Había acabado la guerra y quiso concretar el sueño de deslizarse río abajo, desde Tudela hasta el mar. Él era el capitán de un pequeño grupo de jóvenes y era el mes de junio, ligero y vibrátil.
Las piraguas eran entonces de lona y les daban leche de vaca para impermeabilizarlas. Los preparativos y el entrenamiento del viaje duraron meses. Él solía decir, en especial por las mañanas, al estrenar el río, que en cuanto coges la piragua te saneas, lo que era una forma de vincular la piragua a la solución de los problemas de la vida. No era descabellada la vinculación, si se piensa que en aquella época conoció a un entrenador que para animarles a remar con fuerza y alegría les decía: '¡Pensad en las mujeres!', y así conseguía que los remeros hundiesen las palas en el agua como si no fueran a sacarlas jamás.
El amanecer que salieron de Tudela el agua estaba quieta y clara hasta el punto de que parecía ser el río y no las piraguas lo que se movía con su esfuerzo. Era el año 1942 y se alimentaban con la fruta que iban encontrando en los campos. Cazaban patos con las manos, pero era cosa de los años jóvenes porque no sabían siquiera cómo comerlos. A veces se procuraban un poco de pan y lo juntaban con los caprichos que cada uno había traído: alguna conserva, higos secos, pasas y avellanas. Al anochecer, caían extenuados, casi sin hablarse ni ver dónde caían. La primera noche, un muchacho se levantó sonámbulo y no supieron deducir si en su sueño andaba o remaba.
El viaje duró 13 días. Abrieron el mar por la parte de L'Ametlla y muchos de ellos no lo habían visto nunca. Era cerca del mediodía, el año 1942 y la luz de junio, tenían poco más de 20 años y habían ganado una guerra, y con las primeras olas vieron levantarse una bandada de peces voladores, ante cuyos reflejos Félix Marugán aún hoy entorna los ojos, deslumbrado.
Cuando llegaron a Barcelona, la autoridad les rindió honores, porque con esa juventud no había peligro en España. Unos cuantos, al caer la noche, se adentraron en la ciudad, que, como el mar, tampoco habían visto nunca. De madrugada, después del vino tinto, la autoridad los metió en el calabozo y Félix Marugán hubo de sacarlos a la mañana siguiente, invocando el río y su viaje de hombres solos, y España.
El viajero ha acabado de comer. Félix Marugán tiene 80 años y está frente a él. Se citaron en el Club Náutico, que fundó y dirige el remero, bajo el Pilar y encima del río. Ahora se levantan y van a dar un paseo por las instalaciones. En la pequeña piscina chapotea una anciana. La ducha profiláctica está abierta, pero el chorro solitario no parece inquietar a nadie. Más allá, en el trozo de césped más cercano al río, dos mujeres, sentadas sobre una toalla, se extienden crema por la cara: una lleva el pelo aplastado por una gruesa cinta violeta, y se pasa los dedos por debajo de unas gafas muy gruesas, de pasta oscura; la otra va dándose unos extraños cachetes en las mejillas. Un hombre de la edad del remero contempla el río. Está de pie sobre la baranda y fuma. Lleva un bañador azul, sucinto, tiene la piel muy morena, y una cruz de plata le golpea el pecho. Marugán lo saluda.
-¿Qué vida llevas?
-La del trillo -y, mirando al viajero, y sonriéndole-... Siempre a rastras.
El Ebro aplastado por la luz y el tiempo. Entre el puente de Piedra y la Arboleda de Macanaz -aquel ilustrado que devolviera a la vida Carmen Martín Gaite en el mejor de sus libros-, no pasa un alma. Ni a pie ni en piragua. El viajero debe de llevar la mitad de su camino. En el río va encontrando todo tipo de materiales: la belleza, el odio, la codicia, la amargura, la sublimidad, la melancolía, el engaño, el orgullo. No encuentra la alegría.
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