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Columna
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Turismo

Cuando se acercaban las vacaciones le sobraba Madrid por todas partes. La obsesión por escapar del trabajo y la rutina lograba que la ciudad se le cayera encima y necesitaba abandonarla urgentemente, en busca de los paraísos que había forjado en su cabeza durante once largos y sufridos meses. Mientras ponía el coche a punto, comprobaba los billetes de avión o repasaba los folletos multicolores de la agencia de viajes, le resultaba impensable imaginar que pudiera haber alguien en otro punto del planeta preparando sus vacaciones para venir a Madrid. Le parecía imposible que hubiera gente dispuesta a gastar el solomillo de su merecido descanso laboral en visitar la plaza Mayor, la Cibeles o el Palacio de Oriente. Una ciudad en la que ni siquiera hay ruinas romanas y que por no tener no tiene ni playa en la que mojarse convenientemente el trasero para sofocar la canícula inmisericorde del clima continental. Se preguntaba qué argumentos arteros y qué sucias mentiras contarán por ahí fuera en el intento de atraer a este infierno mesetario a los turistas en lugar de llevarlos a lugares tan maravillosos como los que había escogido para huir de él. Quién puede haberles convencido para sacar un pasaje con destino a Madrid en vez de marcharse a Atenas, que tiene el Partenón; a una playa del Caribe de arena fina y enormes palmeras, o a la Costa del Sol con sus chiringos de pescadito frito.

Por la tarde se fue al centro a comprar un bañador y una camisa de flores de rebajas y vió turistas por todas partes. Al pasar por algunas zonas del viejo Madrid, observó que su presencia era tan numerosa que superaba incluso a los transeúntes habituales. Iban con el mismo pantalón corto, el mismo polo, la misma gorra y las mismas zapatillas que él tenía previsto echar a la maleta para recorrer los parajes del mundo mundial. Los muy ingenuos se hacían fotos en la Gran Vía o con la Puerta de Alcalá como telón de fondo. Esa gente se agolpaba en las puertas del Thyssen y el Museo del Prado o guardaba cola bajo un sol justiciero para visitar los salones del Palacio Real, mientras otros aguantaban la calorina y los humos del tráfico en lo alto de los autobuses turísticos. Allí les relataban en varios idiomas unas historias y unos encantos que los guías sin duda exagerarían para que sus clientes no se sintieran estafados.

Ya de vuelta a casa con el bañador de cuadros comprado en la planta de oportunidades y una horrenda camisa hawaiana que el dependiente calificó de rompedora, volvió a ojear los manoseados folletos en que aparecían los lugares y hoteles de sus vacaciones. Estaba claro que él sí sabía dónde ir en busca del descanso, el arte y la historia. En esa convicción estaba cuando, ordenando papeles, apareció entre ellos un periódico atrasado que recogía en grandes caracteres un titular que le llamó la atención: Madrid, tercera región en ocupación hotelera de España. Era sorprendente, aquella información aseguraba que durante los primeros meses de 2001, nuestra región había conseguido superar a Baleares, a Valencia y a Canarias en el numero de visitantes.

Incrédulo y suspicaz, el hombre supuso que aquel dato respondía a una manipulación interesada propia de algún periodista complaciente con el poder local. Lo cierto es que, en sólo un cuatrimestre, casi dos millones de foráneos escogieron Madrid como destino, y que todas las encuestas anotaban un alto nivel de satisfacción, siendo una minoría los que se declaraban defraudados. La oferta turística y cultural que conforman la capital y sus alrededores, con ciudades como Alcalá, Toledo, Ávila o Segovia, es de las más compactas de cuantas manejan los grandes operadores internacionales, con un potencial de desarrollo aún por explotar. Un mes más tarde nuestro hombre regresó exhausto de sus bien planificadas vacaciones. Atenas le pareció interesante, aunque lo vio todo más roto de lo que él imaginaba, y a punto estuvo de morir deshidratado por los 50 grados a la sombra. Tampoco vino deslumbrado de las playas del Caribe, que resultaron menos solitarias que las del folleto, y ni siquiera el pescadito de la Costa del Sol lograba superar al que servía don Paco en su taberna de Caballero de Gracia, aquí, en Madrid. Recordó entonces que hacía veinte años que no iba al Museo del Prado, que no conocía el Thyssen y que nunca visitó las murallas de Ávila ni la ciudad donde nació Cervantes. Pensó en lo ridículo que era presumir de haber viajado a lugares remotos sin conocer lo que se tiene a la puerta de casa. Lástima que a veces haya que irse lejos para valorar lo que está cerca.

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