Bahía
A finales de julio fui un muchacho que aprendía el oficio de joyero en la posguerra de Barcelona; estaba enamorado de una adolescente tísica que entretenía la penuria de su vida pensando que su padre era un héroe. Cuando ambos nos enfrentamos con la pared sin nombre de la realidad y vimos al padre regresar de una guerra de postales, me cambié de sitio en el mundo y me hice pasajero de un tren en el que escuché -o conté- historias de paranoicos que sueñan con ser los otros infinitos. En ese remanso de paz que a veces es la locura viví varias vidas, hasta que me convertí en un presidiario sin nombre en el inmenso y terrible gueto de Varsovia. Sobreviví allí -precisamente- gracias a la memoria que tuve de las novelas alemanas que leí de adolescente en Berlín: el matrimonio que me acogió en la clandestinidad de aquellos meses sin nombre del nazismo en Varsovia supo que yo era un gran lector, y durante noches y noches les recité una a una las novelas que me había aprendido cuando descubrí la pasión de leer. Sobrevivimos así, diciendo lo que había leído. Hace unos días, por cierto, viajaba por América ayudando a un viejo científico a trasladar de un lado a otro el cerebro inmenso de un judío extraordinario, Albert Einstein. Y en un alto en el camino entre tantas vidas que se conectan entre sí como las vidas de Sefarad fui un rato largo un poeta isleño que sabe que, aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado. 'Mas no apresures nunca el viaje'. Y ahora mismo, desde hace 48 horas, soy un niño de Bahía que camina escuchando música de Vinicius de Moraes por una playa en la que se oye la risa de personajes que alguna vez fui yo también leyendo mientras lloro. Bahía.
La vida se va haciendo en los libros que leemos, ya no son Marsé, Orejudo, Ranicki, Paterniti, Muñoz Molina, Cavagis, Amado los autores que dejaron en nuestra memoria indestructibles momentos de nosotros mismos; esa bahía inmensa que es el recuerdo procesa para siempre esos textos que ya son las venas de lo que escribieron otros. Hay lugares hermosos donde esa memoria está al alcance de cualquier nuevo aventurero. En Lagun, por ejemplo. Siempre quisieron quemar la memoria de los libros; mientras haya un hombre vivo, habrá siempre memoria viva, perdurable, de esta bahía en la que el mar es de letras.
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