EL COLECCIONISTA
Corbera es el escenario de una estrategia general de preservación de la memoria en la zona que visita el viajero
Entre las ruinas del viejo pueblo de Corbera d'Ebre crecen los poemas. El primero que se instaló, a finales de los años ochenta, fue uno de Joan Brossa, visual, extremadamente visual: una bota metálica en homenaje a los que cayeron en la lucha contra el fascismo. Hoy, prácticamente, no hay pared maestra que no disponga de alguno, a favor de la vida, en contra de la muerte y por el bienestar general. El viajero trata de encontrar los caminos reales del antiguo pueblo. Va solo, apartando lagartos, y bajo un sol verticalísimo.
Corbera sufrió muy a fondo la batalla del Ebro. Eladi Romero cuenta que sobre su cielo tuvieron lugar numerosos combates. Después del 4 de septiembre, fecha de su definitiva caída en manos franquistas, el pueblo quedó destruido casi por completo. La iglesia barroca de Sant Pere se mantuvo en pie a duras penas. Ahora están restaurándola, pero manteniendo los golpes de la metralla; en realidad, son los efectos de la metralla el principal objetivo de la restauración.
El viajero ha escrito esta última frase con prudencia, pero va a dejarla ahí. Ni el día que subió hasta el alto martirizado ni hoy mismo sabría decir qué es lo que debe hacerse con estas ruinas. El pueblo hecho poema de Corbera es el escenario acaso más violento de una estrategia general de preservación de la memoria en la zona. La creación de un gran museo de la batalla del Ebro en Gandesa y la instalación en los diversos escenarios naturales de la batalla de una serie de materiales didácticos son algunos de los proyectos cuya realización es inminente. La llamada lucha contra el olvido goza del aplauso general y el poder -cualquiera- se apresta a fomentarla, aunque con la imperiosa condición de que se adecue a sus intereses contemporáneos.
La cuestión, sin embargo, es que el olvido sigue rutas muy sinuosas y paradójicas. Cualquier placa conmemorativa sobre algún lugar de catástrofe y muerte es siempre una placa de hielo sobre el dolor, y el dolor es el primer eslabón de la memoria. Los poemas de Corbera comprenden el desastre: 'Ruinas serán, mas tendrán sentido'. Plafones, indicadores, señales, excursiones guiadas puede que acaben culminando en la gran apoteosis del olvido, le grand espectacle son et lumière de la batalla del Ebro: foco sobre el general Modesto, venga que entre ya el Ay, Carmela, y primer plano de la foto de Bob Merriman, voz en off: 'Bob Merriman, jefe de la Brigada Lincoln, murió cuando intentaba cruzar el río a la altura de Corbera d'Ebre'. ¡Corta ahí! Tambores pisando las últimas palabras y el coronel Capablanca entrando en La Fatarella. El viajero no duda que el son et lumière, la memoria disecada, es uno de los grandes instrumentos de la civilización. Sin olvido no hay progreso. Lo que le parece cómico es que semejantes estrategias se apliquen en nombre de la memoria.
El viajero abandona el Corbera destruido en busca de las netas avenidas del nuevo pueblo, que se extiende en el llano. La obligación del viajero en tránsito es pensar poco, y encantarse mucho. Pero no puede evitar preguntarse cómo lograron vivir durante casi cincuenta años los habitantes de Corbera, teniendo sobre sus cabezas aquella ruina sin olvido, cincuenta tremendos años hasta que instalaron la bota metálica de Brossa y empezaron a sublimar.
Las indicaciones sobre el supuesto museo de la batalla, que alberga el nuevo Corbera, llevan hasta un bar adyacente a las piscinas municipales. Sobre la barra, el viajero logra beberse un litro y medio de agua en un par de minutos y luego pregunta:
-¿Aquí hay un museo sobre la batalla del Ebro?
-Sí, ahí abajo. Pero me parece que ahora no hay nadie. Pruebe a ver.
El viajero baja al sótano y sólo encuentra una puerta cerrada. Vuelve ante la mujer.
-Está cerrado.
-Espere, a ver si tengo aquí el teléfono del que se ocupa.
Otro litro de agua. La tremenda sed de los españoles. Entra un hombre, todavía joven, con un juego de llaves en la mano.
-¿Es usted el que quiere ver la colección?
-Sí, soy yo. ¿Usted es el que cuida del museo?
-Bueno, no es un museo exactamente. Es lo que yo he ido recogiendo.
Abre la puerta y unos fluorescentes iluminan una sala donde cabe una guerra. Balas, de pistola, de fusil, de mortero, de cañón, pistolas, fusiles, banderas, granadas, bombas alemanas, bombas rusas, trozos de fuselaje, pendones, estandartes, cantimploras, cédulas de identificación con rostros de jóvenes muchachos, papeles garabateados. El hombre coge una pieza y la muestra al viajero. Es aparentemente incomprensible: nada más que un trozo de corteza de árbol.
-Usted dirá que no tiene valor. Pero yo no la cambio por ninguna. Me volví loco con ella. El detector me marcaba algo y no podía encontrar el qué. Hasta que di con ella, la maldita.
El hombre da la vuelta a la corteza y muestra una bala clavada. Parece en verdad muy satisfecho con ella. Desde hace años, los fines de semana, en especial, sale de caza por las sierras. Va en busca de los restos de la batalla: a veces encuentra huesos y hasta cadáveres. Procura levantarse temprano. Lleva buen calzado, agua, comida y un detector de metales. El viajero cree que habló también de un perro, amigo fiel. No está seguro. Hacía mucho calor. Volvía a tener sed. Aguantó lo justo para conocer los planes próximos de aquel hombre y para comprender que la conservación de la memoria sirve a veces a objetivos muy legítimos.
-Ahora lo que yo quiero es dar toda la colección al pueblo y a ver si puedo entrar en el Ayuntamiento.
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