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Columna
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La bicicleta

La bicicleta es mi asignatura pendiente. Cuando era niño, la bici constituía un lujo reservado a los hijos de familias pudientes y en casa me negaban sistemáticamente el capricho. Argumentaban que no estaba la economía doméstica para tirar esos cohetes. Por aquel entonces, comprar una bici era un acontecimiento importante en una economía media y había que pensárselo dos veces. Quise encontrar la solución financiera en mi padrino, un solterón maravilloso amigo de mis padres al que adoraba, entre otras cosas porque cada 16 de julio, Día del Carmen, me plantaba ante el escaparate de la juguetería del barrio para comprarme lo que quisiera. Un rito cuya fascinación no olvidaría aunque viviera tres siglos y que un año traté de aprovechar para conseguir el ansiado velocípedo. Mi particular sponsor se declaró dispuesto a patrocinarme el capricho y ya casi sentía los pedales bajo los pies cuando mi señora madre vetó la adquisición, revelando el motivo oculto de su radical negativa: el miedo. Por encima del coste económico, ella no quería bajo ningún concepto verme subido a una bicicleta a causa del pavor que le produjo un accidente desgraciado que protagonizó alguien muy próximo. Y así perdí aquella oportunidad de oro de tener en propiedad un vehículo de dos ruedas.

Aquello resultó algo traumático. En verano, todos mis amigos iban de un lado a otro en bicicleta, lo que les proporcionaba una extraordinaria movilidad de la que yo carecía. Acomplejado por mi condición de peatón forzado, busqué denodadamente la forma de proporcionarme una bici prestada. Por desgracia, las que me dejaban o cogía clandestinamente eran siempre demasiado grandes, hasta el extremo de verme obligado a buscar un alto para subir o bajarme del vehículo. El resultado de esa circunstancia fue una abultada cosecha de trompazos y el consiguiente rastro de cicatrices que conservo orgulloso como si fueran heridas de guerra.

Cuando dispuse de medios propios para comprar una bici, se me había pasado el arroz. Los amigos iban en coche y era demasiado tarde para asombrar a las chicas pedaleando sin manos o poniendo los pies sobre el manillar. Después, la fiebre de la bici llegaría a Madrid, pero para entonces mi sueño ciclista ya estaba dormido. Fue la época en que el camaleónico Ramón Tamames propugnaba la bicicleta como una alternativa de locomoción limpia y eficaz. Él mismo mostraba las posibilidades del vehículo rodando sobre una de carreras que exhibía en su casa al igual que un lienzo o una figurita. Sus pocos seguidores pronto comprendieron que la capital tenía demasiadas cuestas para cubrir a pedal sus recorridos cotidianos. Las agujetas generalizadas de los neófitos arrumbaron en el olvido el ideal ciclista reduciéndolo a sus posibilidades lúdicas y deportivas.

Ése y no otro es el espíritu que preside la llamada fiesta de la bicicleta que cada año monta una emisora de radio para gozo y divertimento de quienes pedalean y cabreo generalizado del resto de los ciudadanos. El Ayuntamiento ha consentido durante años el secuestro por un día de la ciudad dando por cumplida su contribución a la causa ciclista, lo cual quedaba muy lejos de la realidad. Ahora, sin embargo, anuncia un proyecto que permitiría a los usuarios de la bici pedalear todo el año sin complicar la vida a nadie ni que ello constituya una aventura de alto riesgo. Se trata de un anillo de 62 kilómetros que discurrirá en parte junto al trazado de la M-40 y en el que, además del carril bici, habrá una acera de dos metros para los peatones. La vía, que incluirá áreas de descanso con arbolado, bancos y fuentes cada seis kilómetros, recorrerá los parques de Palomeras y Pradolongo adentrándose en la Casa de Campo. Aunque la oposición le ha puesto un montón de pegas, la idea está cargada de posibilidades. Si se hace bien, puede ser una magnífica forma de conectar los distintos parques y recintos deportivos de la capital. Será necesario arropar el anillo con espacios verdes para que constituya un paseo atractivo y agradable y no haya tramos desangelados que inviten a darse la vuelta. Otro aspecto importante es el disponer de vías radiales de conexión que permitan a sus potenciales usuarios acceder directamente al anillo y no tener que echar la bicicleta al coche para llegar a él. Esto último no es nada fácil, pero disponer al menos de cuatro o cinco líneas de enlace potenciaría enormemente la eficacia del trazado. Si el gobierno municipal se toma en serio su propio plan, a lo mejor me animo y me compro una bicicleta. Le he pedido permiso a mi madre y ya me deja.

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