EL NADADOR
Sebastián Juan Arbó fue el primero en nombrar al Delta. La escritura era su modo de entender la vida.
Sebastián Juan Arbó era un hombre guapo y poderoso. Tenía una cabeza grande y cuadrada, metida a presión, unos ojos brillantes y desconfiados y unos brazos fuertes. Escribía a todas horas, en cuartillas baratas y en los bares, porque no podía soportar el ruido de las tres mujeres de casa. En los cafés no escribió versos, ni pequeña y mortecina prosa de neones, ni deposición costumbrista. En los cafés escribió una novela interminable que iba dando a la edición cada tanto, cortando por lo sano un fragmento y dándole un título nuevo cada vez y escribió también, con su habitual arrojo, biografías monumentales de Cervantes, Baroja y Verdaguer. A veces, para conseguir dinero, escribía artículos cazurros en La Vanguardia Española. Aunque no siempre: cuando el director Luis de Galinsoga -máximo experto en escatología catalana- le pidió uno para festejar el aniversario de la Liberación le contestó que no iba a escribirlo porque no había qué festejar. Es cierto, como había dicho de él Juan Marsé, que ponía demasiadas comas: son las propias del escritor de café y señalan las veces que levantaba la cabeza.
El viajero lo conoció. Ahora podría escribir que ha vuelto a su casa de Sant Carles de la Ràpita, esa escueta maravilla que construyó para él su amigo el arquitecto Serra Goday. Pero el viajero no ha vuelto: Arbó murió hace 17 años y los recuerdos no soportan el contacto con el aire. No sólo lo conoció sino que nadó con él. Al viajero le fascinó siempre su mundo poético, que fuese el primero en nombrar al Delta, introduciendo este aluvión de materiales derrotados en la geografía literaria española. Los escritores abusan frecuentemente de sus prerrogativas; sus estafas son memorables y perniciosas, aunque el Código Penal no las castigue, y sus pretensiones, patéticas: pero entre sus competencias indiscutibles está la de que un lugar no existe hasta que no van ellos. Hasta que uno de esos tipos melodramáticos, vanidosos y culones no alambra un territorio y empieza a nombrar lo que encuentra, los paisajes y los hombres divagan por allí como braceros sin trabajo. Después del paso del escritor el asunto cambia: el lugar cobra sentido, se enciende y se anima como si alguien hubiera puesto en marcha un teatrillo. Y a partir de ese momento hasta las piedras tratan de parecerse a las piedras de los libros.
Pero, tanto o más que su mundo poético, el viajero siempre admiró en Arbó su ralea, que viniera de una estirpe de artistas para los que la escritura era un modo de doblar y de entender la vida, y no de ocultarse de ella. Arbó amaba la vida al aire libre en un país de brasero y mesa camilla. Cada verano, al llegar a Sant Carles, atravesaba nadando la bahía dels Alfacs, desde su casa hasta la punta de la Banya, y su periódico recogía la hazaña: no era una crítica favorable en The New York Times, no: sólo que una vez más había atravesado la bahía, y lo hizo hasta muy viejo
Entre las razones por las que acabó convertido en un escritor está sin duda la de María Antonia. Él la cuenta en el segundo volumen de sus memorias. La mujer, casada y con hijos, era bella y sensual, y el adolescente Arbó sentía por ella una pasión silenciosa. Una noche, el marido, viejo, gordo y blando, volvió a casa a deshora y la encontró en el suelo debajo de un gañán. Pudo haber ido a buscar la escopeta o el cuchillo, pero apenas se movió: mientras ella se vestía y el gañán huía él lloraba y lloró durante buena parte de la noche. Poco antes de amanecer, la mujer se levantó de la cama, besó a sus hijos dormidos, salió de casa y caminó unos metros hasta tirarse al río.
En todas las historias del Delta que escribió están esa mujer y esa madrugada y la absurda convicción de que él pudo salvarla. La culpa, el imposible perdón y la grave atracción de amor o de odio que se establece entre algunos seres humanos son los únicos temas de su literatura. No se trata de una literatura triste y decadente, sino de una literatura vigorosa y trágica. El Delta de su niñez y de los recuerdos de sus mayores era un lugar escabroso. Un lugar poco habitado, donde se establecían colonos de vida marcada, que habían robado o matado, y habían pagado o estaban pagando por ello. Un inframundo de lagunas, arroz y paludismo, y gente de navaja, donde la visión más atroz quizá fuera la de los niños, cuya vida valía tanto como la de una espiga, y donde el despunte de la alegría era el momento más temido, porque indicaba que el drama no había pasado aún de los gestos preliminares.
Cuentan que los deltas están en crisis en todos los lugares del mundo. En el Nilo, en el Po, en California. Como en el caso del Ebro, los ríos transportan cada vez menos sedimentos a las desembocaduras y el mar, los mares, avanzan drásticamente. El viajero supone que su desaparición sería una gran pérdida ecológica pero, sobre todo, moral. Un delta, cualquiera, traza una completa geografía de la duda. La identidad del agua, de la luz, de los peces, de los árboles, de las tierras o de los hombres se fragmenta en mil visiones diferentes. El viajero no ha recorrido siquiera muchos de los más célebres. Pero aventuraría que entre los seres que habitan los deltas del mundo hay más en común que entre ellos y sus respectivos y oficiales compatriotas. Todas las vidas de los hombres de los deltas se han desarrollado en torno a un tema único: la arena movediza de las fronteras. El viajero no habla ahora de política. Sólo piensa en los hombres de Arbó, y en sus mujeres, y en sus cerrados caminos en la noche: todo frágil, todo a punto siempre de caer hacia el otro lado.
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