GUAPÍ, LA TIERRA DEL PUEBLO ANFIBIO
Mercancías anunciadas a viva voz. Día de mercado en el puerto fluvial en la desembocadura del río del mismo nombre en Colombia. Y muy cerca, la isla Gorgona.
Los hombres y las mujeres de Guapí, puerto fluvial de la costa colombiana del Pacífico, son verdaderos anfibios. Nacen y se crían sobre las aguas de un río que desemboca en el mar, donde están asentadas sus casas sobre pilotes para contrarrestar las inundaciones y el ataque de los animales de la selva. Antes de caminar, aprenden a nadar empujados por sus madres, que ahí lavan la ropa y se bañan mientras sus bebés chapotean como si gatearan. El río es desde sus primeros días de vida guardería, lugar de juegos y escuela en la que tienen que aprenderlo casi todo para sobrevivir.
Mientras las civilizaciones van y vienen, en Guapí el tiempo tiene unas dimensiones muy particulares: sólo el devenir de mareas y tormentas, de soles y lunas, es lo que realmente da significado a esta palabra en la vida del pueblo. Y la sorprendente actividad comercial. El mercado, muy temprano por la mañana, comienza la jornada para muchos de sus habitantes. Se hace sobre el río y en sus márgenes. Ahí las canoas son vehículos y mostradores donde los comerciantes lucen y anuncian a viva voz sus mercancías: patatas chinas, plátanos, cocos, verduras; pescado fresco, salado o ahumado; crustáceos y moluscos; presas de caza y excepcionalmente pollo o carne de res; hierbas medicinales y para cocinar, mejunjes y remedios para el mal de ojo o para conquistar mujeres; sombreros de paja y artesanías talladas en madera o coco.
Calles junto a la selva
En Guapí toda actividad tiene al río como referencia: es la pesca, la minería, el arrastre de troncos de madera, la vía de transporte, el acueducto público, el paisaje de todos los días. Hay una sola calle principal, una pequeña avenida adoquinada flanqueada por casas de madera y de ladrillo con techos de teja y lámina y balcones de madera, pintadas en toda la gama de colores claros y exquisitos tonos pastel, cuyas puertas y batientes han sido adornados por ebanistas que dejan su huella también en barrotes y ventanas. El resto de las calles de Guapí bordean los manglares y se pierden entre la espesura de la selva y los aserraderos o concluyen en un claro que da al río. En esas calles las abuelas se sientan a descansar fumando tranquilamente a la sombra de algún árbol, mientras desde las ventanas de las casas y los balcones los adolescentes, pensativos, observan el ir y venir de lanchas y canoas sobre el afluente del río.
La vida en Guapí no transcurre en espacios interiores. El calor, el sol y el carácter de la gente llevan la cotidianidad familiar al exterior de las casas. Y en las calles todos son desinhibidos y cordiales. Sólo en las faenas de la pesca y en el trabajo artesanal son seres solitarios, echando sus redes al río sobre sus embarcaciones mientras aguardan en silencio a que los peces lleguen tranquilos o enlazando pacientemente kilos y kilos de fibra.
Aquí, el río Guapí es una despensa invaluable: en algunas casas hay incluso trampillas en el suelo que abren cuando el pescado abunda; sólo necesitan echar un anzuelo y esperar con el fuego encendido y el aceite caliente para preparar una comida. Pero gran almacén también lo es la selva, que ofrece recursos para la vivienda y las imprescindibles canoas, y que guarda un tesoro único: las maderas que cantan. Con ellas se hacen las marimbas que se mandan directamente a Popayán, para que de ahí se distribuyan a toda Colombia y sirvan de sustento a la música popular que tanto las ha utilizado.
Por la tarde, las faenas disminuyen y llega la hora del sosiego, del recuento de ganancias y tareas hechas y por hacer. El sol exhausto pinta de naranja el cielo y las últimas redes caen junto con él al río. Cuando las sombras de la noche cubren todos los rincones se hace por unos instantes un silencio que se quiebra con el rumor de algunas radios a lo lejos. Entonces, por regla general los viernes y los sábados, comienza un ritual que se repite en toda la costa latinoamericana, desde México hasta el sur de Colombia: el baile. Ahí puede sentirse la hermandad de una gente cuyas raíces europeas y africanas han sido trasplantadas a un alma indígena que, celebrando, olvida sus penurias y da forma a una cultura. No podía imaginar Manuel Valverde, cuando fundó Guapí en 1816, que en aquella barraca de esclavos muchos años después florecería de esta manera el mestizaje como un augurio de belleza.
Antes del alba, las canoas vuelven a surcar las aguas del río. Van hacia el mar. Los hombres del litoral guapireño se dirigen tan corrientemente al Pacífico que cuando toman rumbo contrario suelen decir: 'Ahora nos vamos para Colombia'. Una garza planea en lo alto siguiendo la misma ruta. Cuando se encuentren de frente con el oleaje marino, rezarán una plegaria y seguirán rumbo a alta mar, en busca de un buen banco de peces que compense sus esfuerzos, porque el mar no regala nada.
A hora y media de la bahía de Guapí está un edén. Se llama Gorgona. En esta isla de 30 kilómetros cuadrados, Francisco Pizarro, en su expedición hacia Perú, naufragó con 13 soldados y permaneció durante siete meses. Y encontró tal cantidad de serpientes de todo tipo que la bautizó con el nombre de la medusa mitológica. Es un lugar inolvidable. Ahí se erigió una temida prisión convertida hoy en alojamiento turístico. Isla Gorgona y su pequeña vecina Gorgonilla son unos de los parques naturales más importantes de Colombia. Los pelícanos y los gavilanes manchan el cielo azul que se confunde en el horizonte con el color del mar. Su cerrada vegetación selvática le otorga un colorido lujurioso y nada más avistarla los cocoteros saludan al visitante meciendo sus tupidas crestas movidas por el viento. Es un sitio espléndido para bucear. En sus arrecifes descansan anualmente las ballenas jorobadas en sus viajes migratorios y se pueden observar cachalotes, delfines, tortugas y lobos marinos procedentes de las islas Galápagos.
Pero también los exploradores de tierra pueden encontrar aquí una intensa actividad: en la isla moran distintas variedades de murciélagos y saurios, micos cariblancos, perezosos de tres dedos, colibríes y águilas pescadoras. Y hay una riqueza botánica sorprendente: 40 especies que viven unas encima de otras sin ser parásitos de ninguna entre sí, desde laurel y roble, hasta pacora y tángara. Bañada por 25 arroyos de agua dulce y playas de arena blanca, Gorgona es la escenificación del Génesis, un paraíso exclusivo felizmente protegido de la depredación donde el paisaje bendice el alma y el recuerdo de la civilización resulta obsceno.
Carlos Rubio Rosell (Ciudad de México, 1963) publicará en otoño, en Galaxia Gutenberg, su primera novela, Los Ángeles-Sur.
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