Los 600 niños judíos salvados gracias a su maestra en Ámsterdam
El reciente reconocimiento a Henriëtte Pimentel en el Museo de la Resistencia Holandesa renueva el interés de los historiadores por la callada labor de las mujeres en la lucha contra los nazis
“Hasta la noche y sé bueno”, le dijo Lena Blitz, una madre judía holandesa, a su hijo Salomon, de seis años, al despedirse en el parvulario de Ámsterdam al que asistía. Era el 17 de noviembre de 1942, Países Bajos estaba ocupado por el Ejército alemán y Lena fue detenida al llegar a su trabajo en una empresa textil. Conducida al Hollandsche Schouwburg, un teatro de la ciudad donde se agrupaba a los judíos antes la deportación, su marido, Louis Muller, acudió de inmediato. Antes, se aseguró de que Salo —así llamaban al niño— era llevado a casa de sus tíos. Esa noche, sin embargo, fue trasladado por las tropas invasoras al mismo edificio que sus padres. Aturdido, los vio a lo lejos y quiso hablarles, pero una cuidadora lo sacó a toda prisa. Llorando desesperado, entró en la guardería de enfrente, dirigida por Henriëtte Pimentel (1876-1943), que se ocupaba de estos pequeños hasta que eran enviados con sus familias a los campos de concentración y aprovechó esa posición para salvar de ese destino a muchos de ellos. Entre ellos, el pequeño Salo Muller, que ha cumplido ya 85 años y se hizo muy popular en los años sesenta como fisioterapeuta del Ajax de Ámsterdam, con jugadores como Johan Cruyff o Johan Neeskens.
Judía sefardita de origen portugués, pionera de la atención infantil, maestra y enfermera, se calcula que Pimentel ayudó a salvar la vida de unos 600 niños antes de morir en Auschwitz. La ONG internacional B’nai B’rith acaba de honrarla como “judía salvadora de judíos”, en un acto celebrado el 25 de julio el Museo de la Resistencia Holandesa, en el que se entregó una distinción a dos nietas de uno de sus hermanos. El reconocimiento a su labor ha renovado el interés por la aportación de las mujeres a la resistencia, oscurecida en el relato histórico.
Pimentel era la penúltima de los siete hijos de un tallador de diamantes cuya familia, originaria de Portugal, llegó a España en 1398. En 1680 emigraron a Ámsterdam desde Málaga. Pimentel siguió cursos de magisterio y enfermería, abogó por el voto femenino y trabajó en jardines de infancia desde los 17 años. En 1926, fue nombrada directora de la Guardería y Centro de Formación de Cuidados Infantiles, abierta en la capital y financiada por la comunidad judía, aunque un 25% de los niños no lo eran. Residía en el propio local y durante la ocupación le ofrecieron esconderse, pero siguió adelante por responsabilidad moral: para ocuparse de los menores dejados allí temporalmente por los nazis.
La historiadora Marjan Schwegman señala que muchas mujeres como Pimentel tuvieron un papel muy importante y poco valorado en el rescate de niños judíos por parte de la resistencia. Fue un trabajo callado y humanitario, “menos visible y espectacular que los asaltos y sabotajes de los hombres”. Por fortuna, la percepción de su lucha está cambiando y ahora hay más inclinación por casos como el suyo “y por los de otras mujeres cuyas biografías se están recuperando”, explica por teléfono.
La historiografía actual incluye en la resistencia acciones civiles, no solo armadas, y la experta calcula que “del total de cerca de 500.000 personas activas en las redes de la resistencia en Países Bajos, un 30% fueron mujeres. Ellas atendieron las necesidades diarias de las 350.000 personas escondidas de los nazis en territorio nacional, 28.000 de los cuales eran judíos”. Entre los demás fugitivos había resistentes, estudiantes y docentes que rechazaron lealtad al régimen nazi, o ciudadanos llamados a trabajos forzados.
Añade Schwegman que las mujeres fueron más modestas después de la guerra, pero, en su momento, “falsificaron documentos, buscaron comida y escondites e hicieron de correo, un trabajo indispensable”. De ahí que considere necesario ajustar su imagen de lo que fue esta lucha para que se añada, asimismo, “la contribución de varones sin armas que ayudaron a la gente y han pasado también desapercibidos”. Según sus investigaciones, en Francia e Italia, otros países invadidos, se repite el fenómeno de valorar menos el esfuerzo de las mujeres resistentes.
Salo Muller recuerda que el día del arresto de su madre fue a jugar a casa de sus tíos. Por la noche llamaron a la puerta. “Era una redada, pero como mi prima tenía escarlatina, los soldados no entraron para evitar el contagio. Cuando se iban, asomé la cabeza y los uniformados me trasladaron al Hollandsche Schouwburg, situado en el corazón de la comunidad judía local. Vi a mis padres un momento, y ya nunca más”, recuerda en conversación telefónica. Pasó cuatro días y cuatro noches llorando en la guardería creyendo que ellos seguían en el teatro, “pero los habían llevado al campo de tránsito de Westerbork, en el noreste de Países Bajos”, explica. Por ahí salían los transportes camino de los campos de concentración. “Del miedo, me lo hice todo encima en la cama, que tenía barrotes para que no bajara”.
La cuarta noche, Henriëtte Pimentel lo acompañó hasta la puerta, donde esperaba su tío. Apostados al otro lado de la calle, los guardianes alemanes del teatro no les vieron marchar y ahí empezó su escapada. Estuvo refugiado en ocho casas; como él mismo indica, “se podía ocultar a un judío por dinero, por amor a Dios o por solidaridad con el prójimo, y los acogidos no siempre eran bien tratados”. En unos hogares le pegaron y castigaron. En otros, lloraba tanto que lo sacaron para no despertar sospechas. Estuvo en la ciudad y en el campo; padeció asma y eccema; convivió con cristianos y con judíos ortodoxos. “A un joven que pretendió denunciarme lo mató, ante mis propios ojos, el granjero que me escondía y tuve que huir”, dice, con voz sombría. Al final, lo recogió un matrimonio mayor en una granja, en Frisia, en el norte del país. Una pareja que lo cuidó como si fueran sus abuelos.
La salida de los niños de la guardería que se salvaron precisó de un cuidadoso trabajo administrativo. Si los padres daban permiso, el nombre de los pequeños era borrado de las listas donde aparecían junto a su familia. Había una red de apoyo, y Pimentel se ocupaba de entregarlos a la resistencia lo antes posible. “Conocido como La Crèche, el centro ya no existe y era un modelo de atención e higiene. No se casó para no perder su derecho a trabajar, como tampoco lo hicieron sus tres hermanas, muertas en campos de concentración. Solo sobrevivieron dos de sus hermanos”, afirma por teléfono Esther Shaya, coautora de una biografía sobre la maestra.
Pimentel contaba con una asistente social que visitaba a los padres; un médico revisaba a los pequeños y también a las cuidadoras. “Muchas familias eran pobres y recibían un subsidio para llevar a sus hijos al centro, y Pimentel se ocupó de que los niños comieran lo suficiente y tomasen el aire para evitar el raquitismo. Ya entonces, contaba las calorías necesarias para ello, y había gimnasia adecuada a partir de los dos años y masajes para los bebés. También organizó un curso de formación que despertó interés a escala internacional”, asevera la escritora. Añade que por allí pasaron en total unos 5.000 menores y pudieron rescatar a cerca de 600, “pero las mujeres de la resistencia supervivientes quedaron difuminadas en la vida doméstica posterior”.
El truco del tranvía
En la misma calle de la guardería había una escuela de preparación de profesorado cuyo director, Johan van Hulst, trabajó con Pimentel para escamotear a los pequeños. Lo hacían de varias maneras. La calzada es amplia y circulaban —como ahora— los tranvías en ambas direcciones. Con los niños algo mayores, se aprovechaba el paso del vehículo para sacarlos porque los guardas nazis solo estaban en la puerta del teatro. “Con el tranvía no veían bien el centro infantil, y algunas veces hasta subían los críos con el acompañante para bajar poco después”, continúa Shaya. Como los jardines traseros de la escuela y el centro infantil estaban conectados, “los más pequeños eran pasados por ahí y metidos en bolsas, cestas o maletas. El portador salía luego por la puerta de la escuela de profesores para despistar, y se los llevaba en bici para ocultarlos a través de las redes de acogida”.
En el caso de los bebés, el procedimiento era desgarrador. Shaya cuenta que momentos antes de que los padres fueran llevados al campo de Westerbork, “se les daba un muñeco envuelto en un arrullo”. Habían otorgado su consentimiento para ocultar al hijo, y por extraño que parezca, “los soldados contaban el número de personas, pero no controlaban qué llevaban las madres en brazos. El transporte se hacía de noche, y dos cuidadoras que sobrevivieron me han contado sus pesadillas al recordar el momento de la entrega del muñeco tapado”. La operación de salvamento infantil duró nueve meses y la guardería fue cerrada el 29 de septiembre de 1943. Para entonces, Pimentel ya había sido deportada junto con los 70 niños que atendía. Murió en Auschwitz el 17 de septiembre, a los 67 años. Los pequeños corrieron igual suerte.
Pasó el tiempo, Salo cumplió 10 años con los que consideraba sus abuelos adoptivos en Frisia y un día su tía acudió a recogerle terminada la guerra. Volver a Ámsterdam le supuso un fuerte choque emocional, y se quedó a vivir con sus tíos y con su prima. Cuando estaba ya consiguiendo encajarse de nuevo en la ciudad, la Cruz Roja confirmó que sus progenitores habían sido asesinados en 1943, en Auschwitz. “Yo había cumplido 12 años y fue terrible. A partir de entonces, llamé papá y mamá a mis tíos, y hermana a mi prima. Me hacía sentirme mejor”, dice.
Lena, la madre de Salo, tenía 23 años al morir. Louis, el padre, 27. Después de su etapa en el Ajax, tuvo su propia consulta de fisioterapia durante tres décadas. Gracias a su tesón, la compañía nacional de ferrocarriles holandesa ha indemnizado a los supervivientes del Holocausto transportados entre 1942 y 1945 en tren a Westerbork. Casado con Conny, cuyos padres perecieron en las mismas circunstancias, tienen dos hijos y cinco nietos.
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