EL PARÍS DE LOS CINÉFILOS
Hay un turismo en la capital francesa que no repara tanto en la torre Eiffel como en la sala Saint André y otras que programan películas y más películas. Aquí los dioses se llaman Bergman, Allen y Pasolini en su reino de sombras e inteligencia.
Todos los veranos, cuando París se llena de estadounidenses y se vacía de franceses, el cine Saint André presenta su ciclo de Todo Bergman. Se exhiben 20 de las 27 películas del director sueco. Llegan en bicicleta estudiantes del mundo entero, pagan módicas entradas (de 35 a 40 francos) y salen comentando sesudamente las tragedias de Liv Ullman, Bibi Anderson e Ingrid Tullin. El cine Saint André está en la frontera norte de la zona cinéfila de París, territorio libre en el que se puede visitar la ciudad luz en completa sombra, sin Notre Dame ni torre Eiffel que se interpongan con el Nueva York de Woody Allen (verdadero ídolo del lugar), el Hollywood de los treinta o la Venecia en la que los miércoles, a las once de la mañana, muere Dick Bogarde.
La frontera Sur del territorio cinéfilo está delimitada por el Estudio de las Ursulinas, lugar en que se estrenó, en 1931, La edad de oro, de Buñuel. La sala (reparada después del saqueo de las juventudes católicas tras el estreno buñuelesco), no ha sufrido mayores modificaciones desde entonces. Al Este, el cine Ecole mira hacia la facultad de Jussieu; en el Oeste el Saint Gemain, detrás de los cafés Les Deux Magot y el Flore, refugio de Sartre y Beauvoir. El corazón del territorio está, sin embargo, en la estrecha callejuela Champolion, con sus tres cines (de tres salas cada uno), su librería cinéfila y su triste bar con fotos de ídolos muertos.
Los límites del país de los cine-clubes (no más grande que los barrios madrileños de Lavapiés o Malasaña), son los mismos del Barrio Latino. Donde vivió Rimbaud, donde mató François Villon, donde desde hace 15 siglos los estudiantes se matan por libros y levantan barricadas. Las últimas fueron las del 68. No se ven nuevas revueltas en el horizonte. Los estudiantes de hoy prefieren diluir sus escasas angustias existenciales haciendo colas interminables para disfrutar de Serenata para tres, de Ernst Lubitsch. Para algunos ya se hace difícil soportar una semana sin ver una comedia de Lubitsch o, en su defecto, una de Strugge, de La Cava o de Billy Wilder; al fin, algo que te haga sentir que el mundo es fino, inteligente e irónico. Todo esto para salir de la función y hundirse en los más escabrosos mundos de Kubrick o Kurosawa.
Dioses arbitrarios Pero el barrio cinéfilo no es sólo un museo del mejor cine. Lo que lo distingue de cualquier cinemateca es la absoluta arbitrariedad con la que los dueños de las salas proyectan sus preferencias al público. Se siente en casi todas que cineastas como Cassavettes, Allen y Truffaut son una religión a la que a la fuerza los predicadores te obligan admitir. Sin embargo, en el Accatone de la calle Cujas el dios es Pasolini. Saló o los 120 días de Sodoma está permanentemente en cartelera, así como Teorema y la Trilogía de la vida. A otras horas dan dibujos animados, una biografía de Cavafis y cientos de películas más. Un impreso con los horarios se supone debería orientar. Pero, al recoger los folletos de varios cines de los alrededores y al tratar de hacerse un horario para verlo todo, el enredo se vuelve mayúsculo. Recurrir al Pariscope (Guía del ocio parisina), tampoco ayuda mucho. Además de las habituales tres o cuatro sesiones, se suman extrañas matinales donde pasan La Fiesta inolvidable a una hora y a la siguiente un ciclo de todas las películas de Alain Tanner.
Ciclos extraños Difícil también adivinar qué películas componen ciclos como El cine de la exactitud o En negro, en blanco y en colores, o resignarse a seguir las modas y descubrir que el cine iraní se acabó y que ahora empieza el taiwanés. Ante tal cúmulo de compleja oferta, a veces lo más sano es decirse a sí mismo que en este viaje no verás películas en color o sólo verás comedia o sólo tragedia, que no te moverás finalmente de las minúsculas salas de Champollion y que es mejor decirle adiós de entrada al Louvre, a Orsay y al Sena.
Esto, claro, si es que no muere algún gran director injustamente despreciado (para la crítica francesa hasta Steven Spielberg es injustamente despreciado) y los cines del territorio se ponen bruscamente de acuerdo para interrumpir sus funciones habituales y dar todo Kurosawa, todo Alekan, todo James Cagney, todo quien sea y a todas horas. Y uno, pobre espectador con las horas contadas, cansado del encierro y del calor de las microsalas, se resigna a perderse algo, pensando que eso es París, que eso siempre será así, la sensación de perderse algo que sin embargo ocurre ritualmente igual desde hace siglos. Porque pasen dos, cinco o 10 años en el Accatone proyectan siempre las Mil y una noches, de Pasolini; y en el Champo Manhattan, de Woody Allen, en el Medicis Vivir su vida de Godard, mientras éste presenta junto a su actual esposa, Anne Marie Melville, su nuevo y conyugal experimento posestructural; y en el Saint André una retrospectiva se pregunta cuánto le debe Lars von Trier a su maestro Carl Dreyer.
Y claro, entre medias, con esa habitual timidez de los que ya se lo saben todo, cerca del Luxemburgo Lubitsch reestrena una nueva copia de To be or not to be. Todo esto a la espera de que muera Bergman. Seguro que expirará en alguna lejana isla sueca, será enterrado en Estocolmo y la noticia se salpicará por las agencias de noticias, pero la ceremonia de los adioses ocurrirá infaliblemente sólo en París, cuando las 20 películas de Ingmar vuelvan a iluminar la oscuridad de las salas en la calle Saint André, Saint Germain o Saint Michel y París pruebe, para el que todavía duda, que el sueco era inmortal.
Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) es autor de Memorias prematuras (Debate).
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