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Reportaje:Estampas y postales

El silencio húmedo

Miquel Alberola

En el antiguo pueblo de Gavarda sólo permanecen en pie algunas casas y la iglesia, con una talla de Jesucristo de mármol blanco por mascarón. Se trata en cierto modo de una nave hundida en un naufragio, con algunos edificios que la resaca ha devuelto a la superficie. El resto de viviendas fue derruido tras el desastre. En los solares han quedado las baldosas y los mosaicos a ras de suelo, y con un poco de paciencia se podrían reconstruir los espacios de intimidad en los que se desarrollaron muchas escenas conyugales o familiares antes de la tragedia. Inmediatamente debajo de esos pedazos de suelo alicatados, fracturados por la maquinaria pesada del derribo, están los vestigios de una alquería musulmana que ya quedó despoblada a principios del siglo XVI con la expulsión de los moriscos.

El segundo éxodo de este asentamiento se produjo el 20 de octubre de 1982, con el desmoronamiento de la presa de Tous, que provocó el desbordamiento del río Júcar y la inundación del pueblo. El barro líquido alcanzó la altura de la puerta de la iglesia, diseñada para salir San Antonio en andas, y la catástrofe, que se expandió por la comarca de La Ribera, se saldó con 18 muertos y 14 desaparecidos, causando unos daños materiales de 200.000 millones de pesetas.

Los más de mil habitantes de Gavarda salvaron lo que pudieron entre el lodo y fueron alojados en albergues. En uno de aquellos días terribles, en los que el cielo se había vuelto contra ellos sin ningún motivo aparente, decidieron en asamblea abandonar el pueblo y trasladarse a un nuevo emplazamiento a resguardo de la furia de ese río asesino que, sin embargo producía naranjas muy dulces y lustrosas.

La Administración, en consecuencia, proyectó un nuevo pueblo de cerca de 400 casas unifamiliares con calles numeradas en una loma próxima llamada La Batería, que sería construido por FOCSA por 2.287 millones de pesetas e inaugurado el 8 de noviembre de 1991. Pero para entonces, con la normalidad restablecida, algunos de sus habitantes ya habían reconsiderado la decisión tomada en caliente de abandonar las casas en las que habían vivido sus antepasados y, sobre todo, no querían contribuir a la abolición del paisaje en el que había ocurrido su infancia. A ellos se unirían otras familias que no aceptarían el reparto de las nuevas viviendas por considerar que salían perjudicadas, alimentando un movimiento de resistencia en el que sería necesaria la intervención de la Guardia Civil.

Las casas de las familias que aceptaron el traslado fueron expropiadas y demolidas de inmediato, esculpiendo un perfil espectral con el que continúan conviviendo quienes llevaron su actitud a los últimos extremos haciendo subir el odio al nivel de la inundación. Pese a que estaba prevista la destrucción total del municipio para destinarlo a uso agrícola y forestal, el Ayuntamiento terminó cediendo y garantizando los servicios a los irreductibles. Muchos de ellos prefieren desplazarse a Alzira para realizar las compras y morirán sin pisar el pueblo nuevo.

Casi veinte años después, la humedad, como presencia psicológica, continúa impregnando el entorno incluso en los días de poniente. A media tarde, desde la calle Mayor se alcanza una perspectiva sepulcral, con un silencio húmedo, apenas alterado por algún ruido doméstico, que rezuma en el interior de los cerebros. Es un síntoma de que la amenaza todavía está ahí.

El pueblo viejo de Gavarda, con la iglesia y una casa en obras de reparación.
El pueblo viejo de Gavarda, con la iglesia y una casa en obras de reparación.JESÚS CÍSCAR

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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