_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Alameda

Voy o vuelvo de comprar libros o de comprar discos o de tomarme un café o una cerveza y un muchacho macilento, con un surtidor de pelos rasta en lo alto del cráneo, se acerca en una bicicleta y me entrega uno de los muchos pasquines que lleva en el bolso. En enormes letras de molde azules, el papel llama a la rebelión, desobediencia, sedición y protesta con una multitudinaria manifestación que tendrá por objeto evitar la urbanización de la Alameda. El avieso Ayuntamiento de Sevilla lleva décadas deseando pisotear estas calles y edificios para trazar con tiralíneas el modelo de una nueva ciudad sobre ellos: un nuevo centro higiénico, saneado y luminoso. Cuando el muchacho de la bicicleta se aleja pienso que es la cuarta o quinta octavilla que recibo en lo que va de mes por cuestiones similares; decenas de movimientos culturales, sociales o lúdicos se proponen defender ese último parque natural de la ciudad que es la Alameda de Hércules: hay movilizaciones contra el plan urbanístico del Ayuntamiento, contra el aparcamiento que va a profanar el subterráneo, contra la tala indiscriminada de los álamos. Ayer o anteayer, al anochecer, una horda de jóvenes con piercings y tambores marchaban por la calzada exigiendo la rectificación del cabildo, el otro día cuatro o cinco gorilas vocacionales se balanceaban en las ramas de los árboles, decididos a no descender hasta que no se garantizase que nadie iba a arrimar una motosierra a los troncos. Las protestas resultan casi diarias, aunque no tengan otro fin más que el de demostrar que la Alameda sigue siendo ese núcleo de la resistencia urbana y de la contracultura que pretende ser. Un viajero inocente podría identificarla como un inmenso escaparate de la lucha contra la globalización, con todo lo malo y lo bueno que poseen esos movimientos de redención modernos: los litigios por una sociedad más justa, igualitaria y comprometida, sí, pero también la filosofía barata, el programa cultural de garaje y una suciedad orgullosa y visionaria.

Podrá tener todos sus defectos, pero la Alameda juega un papel insustituible en la Sevilla de hoy, el de un personaje que no debería abandonar la escena. Con toda su ingenuidad y sus berrenchines, presta oxígeno a esta claustrofóbica capital nuestra, cuyo panorama de exposiciones o conciertos conocemos ya de sobra, y sirve para catalizar las energías de todos esos adolescentes y no tan adolescentes que han nacido con el virus del arte ensuciándoles los genes y han tenido la mala suerte de equivocarse de latitud. La Alameda quiere conservar ese aura decadente que la emparenta con el malditismo fin de siècle, entre cafés al estilo decimonónico y copas de ajenjo, y se regocija en su esplendor perdido: considera partes imprescindibles de ella los palacios jorobados, las viejas casonas pudientes que ahora contienen escuelas de tonadilleras o clínicas veterinarias, los prostíbulos. El conjunto ofrece una panorámica similar a un Budapest resumido, a una Lisboa con más farolas, en todo caso una de esas urbes cansadas y sabias por donde pululan poetas muertos de nostalgia y de hambre. Es natural que sus asiduos, entre los que me cuento, rechacen los proyectos del Ayuntamiento: no se puede masacrar tan alegremente el último de los espacios protegidos de este municipio.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_