Schubert y Albéniz, en Robles de Laciana
Rosa Torres Pardo y Eduardo Arroyo reúnen a 15 músicos al aire libre en León
La música cercana, libre, levemente interrumpida o quizá ensalzada por los campanos de las vacas, algún tractor o los trinos de esos pájaros a los que les gusta lucirse, ha sonado durante tres días intensos en los montes de León. El aire del Valle de Laciana, región minera, ganadera e inspiradora de la Institución Libre de Enseñanza, ha dado cobijo a 15 músicos que han dado rienda suelta a su arte comandados por la pianista Rosa Torres Pardo, en un encuentro que se celebra desde hace cuatro años por impulso de ese pintor de vitalidad contagiosa que es Eduardo Arroyo, hijo de estas laderas.
'Es un encuentro antiburocrático, de entrada libre, al que hay que venir a disfrutar y con buen rollo', dice Rosa Torres Pardo, que este año ha vuelto a trasladar a Laciana su piano para ejecutar la Suite Iberia de Isaac Albéniz. También ha tocado a cuatro manos una Fantasía de Schubert con su colega María Gil o acompañando las arias de la mezzosoprano santanderina Marina Pardo y el dúo de La favorita, de Donizetti, que ésta cantó junto al tenor Enrique Viana, quien, además, ha impartido un curso sobre bel canto en Villablino, la localidad más grande del valle.
Los cuatro han compartido cartel durante dos días con Mario Torrijo y Gabriel Loidi, que ofrecieron piezas de tuba y piano; con la mezzosoprano Elena Gragera, que, junto a Antón Cardó, interpretaron lieder de Schumann; con el cuarteto Assai, que pasaron del sonido contemporáneo del español Navarrete a los sabores zíngaros de Tsintsadze o la sensualidad tanguera del maestro Piazzolla.
Pocas concesiones a un repertorio fácil, trillado, de grandes éxitos clásicos. 'Desde el principio lo hemos dejado claro, aquí no se hacen cosas de consumo', cuenta Arroyo, anfitrión de referencia en Robles de Laciana, no sólo por su atuendo rojo permanente, sino por sus ganas de avivar y acercar la cultura a un valle bastante apartado del mundanal ruido, empotrado entre sus vecinos de Babia y el Bierzo. Arroyo lo puede hacer, entre otras cosas, porque los músicos no cobran. 'Es curioso, no sacan nada y todos los años repiten', explica el inspirador del evento. Y se muestra muy orgulloso de que entre ellos se lo guisan y se lo comen, con la única ayuda oficial de las sillas que proporciona el Ayuntamiento. 'Eso es lo bueno, no mezclar ni a políticos ni a patrocinadores', cuenta el pintor.
La iniciativa cuenta, por supuesto, con el apoyo total del valle, que acude a Robles desde todos los pueblos de la zona para escuchar la música en el atrio de la iglesia del pueblo, un monumento de piedra levantado en el año 1060, o en el nuevo auditorio Eduardo Arroyo, una extensión de hierba fresca que hay detrás de la casa del artista y que a él no le gusta que se llame así. 'No sé quién le ha puesto el nombre, pero es para matarlo', lanza más bromista que indignado.
A la iglesia también han acudido los parroquianos y la tropa de fans de los artistas que ha llegado desde varios puntos de España para escuchar, además de la música, las charlas que dieron el musicólogo Faustino Núñez y la medievalista Susana Zapke, directora del Instituto Cervantes de Bremen, en Alemania. El primero habló de la influencia de la cultura española en la música universal, y allí salió desde el renacentista Tomás Luis de Victoria al cantaor Enrique Morente, sin olvidar las deudas que han contraído Verdi o Mozart con los temas hispanos. Zapke disertó acerca de la música en las iglesias.
Las cocinas
Han sido tres días en los que el arte y la no se sabe por qué denominada por algunos música culta han bajado de los altares y se han echado al monte, quizá también llamados al orden por los olores de las cocinas. La razón puede estar en que, entre pentagrama y pentagrama, Arroyo acogía en su casa con cecinas, chorizos, queso y empanada a quien se quisiera acercar; o Lolo Zapico, también pintor y animador cultural del valle, asaba cuatro cabritos para calmar la gazuza; o los de Sosas de Laciana preparaban una caldereta de cordero en la braña de sus lindes, allá donde se perdió el quinto pino. Entonces también había lugar para otras músicas. Aurelio, un herrero de Villablino, sacaba su acordeón, con el que se ha peleado y amado con la pasión del autodidacta. El pintor Eduardo Úrculo soltaba algún discurso entre blasfemo y surrealista, o Rosa Torres se transfiguraba en una recia cantante de blues, entre el entusiasmo de quienes pasaban al lado. La pianista ya tiene sus incondicionales entre los de Laciana, donde dos mujeres del público comentaban entre descanso y descanso: 'Si yo fuera hombre, me casaría con ella'.
Y así, también, la música que todos los últimos fines de semana de julio se va haciendo ya tradición desde hace cuatro años en Laciana, hace mella entre los que la escuchan y les pone a dudar. 'No sabemos si cada año tocan ellos mejor o es que nosotros entendemos más', se preguntaron unos abonados el pasado domingo. Pues será que pasan las dos cosas.
Babelia
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