_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El público y el 'ring'

Últimamente está de moda criticar a Pasqual Maragall. Sugerir que es voluble, imprevisible, que está en las Batuecas. Siempre ha sido la bestia negra del pujolismo. Alguien se encargó, incluso, de organizar, en los años olímpicos, una repugnante campaña para propagar un infundio denigratorio. El antimaragallismo es una antigua necesidad convergente. Lo nuevo es que los microondas de la izquierda recalienten las críticas que salen de la cocina de Artur Mas. No parece que la izquierda periodística y universitaria desee aportar ideas, energía o esperanza. Aporta, en el mejor de los casos, reticencia. Y fatalismo. El descrédito de la política ha conquistado incluso estos espacios. Ante el pantano catalán, la tan elogiada sociedad civil está muda. Los intereses, equilibrios y empates han impuesto un descarnado pragmatismo. Se acepta lo que hay. Y se generaliza un campechanismo ideológico en el que las anécdotas silencian las categorías. La reflexión queda eclipsada por tiquismiquis de sacristía política. En todas partes se expande una verborrea más propia de la prensa deportiva que de la política.

Hay que intentar, de una vez por todas, la superación de la indiferencia con que catalanes de uno y otro origen coexisten. Hay que abrir las ventanas

De ahí la tendencia a observar el presente político catalán como si se tratara de una velada de boxeo. El arcaico campeón ya desangrado se abraza al veterano aspirante. Pretende arrastrarlo en su caída, mientras un joven delfín se entrena diariamente por televisión. A finales de junio, por ejemplo, los incendios explicaban por enésima y trágica vez que no han bastado 21 años para que sea considerada necesaria una política territorial. Por si fuera poco, la peste porcina, todavía vigente, evidenciaba que nunca ha existido un proyecto para el campo catalán. Pero el gran problema era que Maragall no había tenido gracia al formular una pregunta de dos minutos y que, retenido por unos periodistas, se olvidó de votar. Se insiste en los silencios de los socialistas, pero se sigue ignorando la revolución que se ha producido en un Parlament que era un comodísimo dormitorio y ahora es una Cámara muy dura. Puede que aburrida, como todas, pero febril. Se insiste en los excesos del aspirante, como si fuera fácil, con el actual entramado mediático, hacerse oír con naturalidad. Aumenta la afición a contemplar el ring catalán como quien ve un vídeo adormilado en el sofá.

Muchos de los que dedicaron litros de saliva a practicar la perezosa y superficial ideología del antipujolismo han acabado aceptando la fatalidad de su existencia. Parece que nada es posible, en Cataluña, al margen del catenaccio convergente. La obsesión por defender la idea romántica de la catalanidad bajo un caparazón de tortuga ha sido tan intensa y ha durado tanto que puede haber dejado secuelas irreversibles. Muchos políticos y periodistas que despreciaron, en los primeros años de la transición, no sólo la capacidad política del presidente de la Generalitat, sino también su resistencia, su talento doctrinal y su coriáceo carácter individualista parecen ahora aceptar la irremediable petrificación de su ideología en el suelo catalán. El antipujolismo pagó con creces la miopía de idear una fórmula de combate demasiado simple para ser posible: donde Pujol catalaneaba, se trataba de españolear. Y cuando el eterno president apelaba a una supuesta pureza catalana, nada más fácil que reivindicar otra pureza: obrera o española (o andaluza o como se le quiera llamar). Tanto lo odiaban que acabaron dándole la razón: convirtiéndose en su polo negativo. No en vano siguen reclamando un cambio completo de tortilla y un líder que a marchamartillo avance en estricta dirección contraria.

Cambiar Cataluña, sin embargo, es algo bastante más complejo y apurado, como se vio en las pasadas elecciones, que demostraron lo que la Fundación Bofill ya había estudiado (por cierto, bastante parecido a lo que abrumadoramente han descrito las eleciones vascas): es falso el tópico según el cual la abstención en las elecciones catalanas afecta en exclusiva al cinturón barcelonés; afecta a todas las tendencias. También demostraron lo difícil que va a ser meter cuña en la perfecta homogeneidad que CiU ha conseguido cimentar en amplios territorios no metropolitanos. En Girona, por ejemplo, el impacto más decisivo de la pasada campaña electoral fueron unos fragmentos sacados de contexto de unas ingenuas declaraciones que Maragall realizó en Catalunya Ràdio a propósito del uso del castellano en TV-3.

La propuesta de Maragall sobre Cataluña y España es difícil, porque obliga a los electores a abandonar las rutinas políticas de estos 20 años. Más que una ambigua tercera vía, tiene la pretensión de superar el pleito de la identidad que tantos errores ha silenciado, que tantas inútiles vueltas a la noria nos obliga a dar, que tantos trenes puede hacer perder. Superar no es cerrar a la fuerza. Es sintetizar. Cataluña no puede permitirse el lujo de dejar en sordina, a causa de una nebulosa tradición romántica, la fenomenal potencia humana y cultural de los enormes segmentos de su población que no responden a los estímulos del pujolismo. Pero tampoco puede permitirse el lujo de prescindir de esta importante sensibilidad que el pujolismo ha instrumentalizado: el catalanismo. Hay que intentar, de una vez por todas, la superación de la indiferencia con que catalanes de uno y otro origen coexisten. Hay que abrir las ventanas, permitir que aflore nuestra compleja realidad, que las diversas sensibilidades encuentren la manera de reforzarse, enriquecerse y fructificar. Entonces Cataluña estará en condiciones de liderar la vertebración de una España federal, superadora de los resentimientos, generosa en los reconocimientos. Un proyecto de esta envergadura no lo consigue un líder, aunque sea tenaz como Maragall. Ni un partido o una coalición de partidos de izquierda. No lo conseguirán los políticos solos. La pregunta, por lo tanto, es ésta: ¿quiere esta sociedad liderar, proyectarse, reencontrarse? ¿O prefiere ver el juego desde el sofá, ocultando con risitas el cansancio de sí y amenizando con anécdotas triviales el confortable aburrimiento?

Antoni Puigverd es escritor.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_