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El palco de la risa

El palco de la plaza de Valencia da risa. Parece que están sentados allí Pompoff y Teddy. Unos días Pompoff, otros Teddy, naturalmente. Porque no son dos sino uno el que saca el pañuelo para dar orejas, o no lo saca para los avisos, y se hace el sueco en los reconocimientos de las reses, o quizá es que no tiene ni idea de cómo deben ser las reses y los veterinarios se las cuelan de matute.

Valencia es la avanzadilla de la autogestión que va viniendo. Valencia es territorio comanche donde entrarán a saco los taurinos de la autogestión, y ya están buscándose un puesto los de arriba y los de abajo, los del palco y los de los corrales, para lo cual se superan en el meritoriaje.

Esta Feria de Julio se recordará por haber sido la que acabó de arruinar el exiguo crédito de la plaza de toros de Valencia, echó a los pocos aficionados que quedaban y acabó definitivamente con la fiesta verdadera en esta ciudad cargada de tradición taurina.

Pronto vendrán los del contubernio autogestionario para poner en marcha e institucionalizar en Valencia el sucedáneo. Y les costará poco pues tienen aquí gente que ha demostrado fehacientemente su capacidad para hacer reír y, de paso, tomarse ellos a risa la fiesta.

El miércoles hubo uno en el palco que pareció volverse tarumba y se puso a regalar orejas, puertas grandes, la vuelta al ruedo a un borrego. Y un día después (a la presente corrida se refiere la cuestión), otro, que aprobó una novillada borrega, retrasaba o no mandaba avisos, y además de no mandarlos premió con dos orejas y puerta grande un muleteo vulgar, espesa e interminable, rematado mediante un intolerable bajonazo.

El beneficiario de las orejas fue Jesulín de Ubrique, que había llevado a la plaza público del corazón. Entiéndase, muchas mujeres (y no pocos hombres) aficionados a las publicaciones que se dedican al cotilleo, en las que Jesulín de Ubrique es gente importante.

No estaba sólo porque figuraba en la terna Finito de Córdoba, también personaje conocido por sus relaciones sentimentales, que las mencionadas publicaciones divulgan con amplia ilustración gráfica.

El público, en definitiva, tenía muchos ojos para Jesulín y para Finito, y es muy probable que cada vez que ensayaban un derechazo lo atribuyeran a sus capacidades amatorias.

Hablar por no callar es semejante disquisición, desde luego; si bien no acaba de explicarse qué gusto pudieron producir las faenas reiterativas, mediocres, de dudosa estética y evidente abuso de trucos, como el cite a muleta retrasada, el pico y meterse en el costillar. Hubo también en las faenas de Jesulín de Ubrique numerosos circulares, que constituyeron siempre una de sus habilidades favoritas. Y dejó patente, asimismo, su innata capacidad para templar las embestidas, lo que es un factor nada baladí, por cierto, en la ejecución de las suertes toreras.

La diferencia de Jesulín con Finito estribó en que mientras las orejas y la puerta grande de Jesulín eran absolutamente discutribles, a Finito no se le podía discutir nada: fracasó, eso es todo. Le correspondieron sendos toros complicados, que huían de las varas pegando coces y, de repente, se revolvían, recargando las plazas montadas con una codicia inagotable que reequería fragor de capotes e insistente coleo.

Llegado el tercio de muerte no se supo qué posibilidades lidiadoras tenían los toros pues Finito los trapaceó por la cara y los mató de mala manera. Las broncas que se llevó fueron merecidas y la segunda adquirió proporciones de escándalo cuando el público advirtió que, desde el callejón, Finito se encaraba con un espctador.

Si los toros de Finito resultaron desconcertantes, los de Morante de la Puebla salieron borregos, salvo que estuviesen colgados o podría decirse flipados. Morante se daba a lancearlos tomando el capote con el índice y el pulgar a manera de pinza, representando el que llaman pellizco, y la verdad es que se ponía primoroso aunque ese no es en puridad el toreo. Y, con la muleta, igual: mucha postura primorosa mas ninguna hondura ni ceñimiento. Los borregos tampoco aportaban emoción y las suertes devenían insustanciales y plúmbeas. No pasaba nada. En el palco el del pañuelo se hacía el sueco. Que para eso estaba. Y si daba risa, pues mejor.

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