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Columna
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Hay otros mundos

Estoy viviendo unos días en las siempre acogedoras tierras gaditanas. Aunque son ya unas cuantas las ocasiones en que he recalado por estos lares, nunca antes lo había hecho por tanto tiempo. Estoy de vacaciones. Lo noto en muchas cosas: en la playa y en las noches de patio, por supuesto; en el tiempo para leer con tranquilidad, desde la última novela de Camilleri hasta los dos volúmenes de Juan Aranzadi; también en él consumo de cerveza Coronita, que sustituye otras libaciones más contundentes; pero lo noto sobre todo en la manera en que me relaciono con la información, tan distinta de cuando estoy en el País Vasco: con decirles que compro los periódicos por la tarde...

Estos días he podido leer a mis hasta ahora desconocidos compañeros de fatigas columneras de la edición para Andalucía de EL PAIS y compruebo que hay otros mundos, otros mundos que no siempre están en este (en aquel del que yo vengo), o no lo están de la misma forma, con la misma intensidad. Si en el País Vasco escribimos fundamentalmente sobre nuestra particular cosa nostra, aquí escriben mucho y bien sobre cuestiones de todos, cuestiones que a lo mejor empiezan por estas tierras, pero que de ninguna manera se reducen a éllas, cuestiones universales, cuestiones de todos y entre ellas la más universal de todas: la terrible cuestión de la inmigración forzada de todas esas personas a las que el etnicismo de los ricos obliga cada día a elegir entre ser osamenta descarnada o carne de patera.

La provincia de Cádiz hace frontera con esa inmensa fosa común que es ya el Estrecho. No por voluntad de los gaditanos, movilizados día y noche en contra de esa barbarie, partisanos de la lucha por los derechos humanos de todos que siguen haciendo buena aquélla elegía cívica que Alberti escribiera en 1930 -'Con los zapatos puestos tengo que morir'-, pues yo he visto una Cádiz en carne viva, con muchas personas dolidas de verdad por los cadáveres que los globalizadores de la injusticia arrojan cada noche a sus playas. Y así, entre otras y otros, he podido leer a Juan de Dios Mellado -'¿qué está pasando en aguas del Estrecho? ¿no se remueven las conciencias cuando quedan varados sobre la arena cuerpos sin vida?'-; a Justo Navarro -'Hay gente que sufre aquí mismo, en nuestras costas o un poquito más allá, a cien kilòmetros, en África, y ahora ¿qué le hago yo? Bueno si, me preocupa el asunto: amenaza mi modo de vida ¿Que pasaría si se colara toda esa gente?'-; y a Luis García Montero -'Soy heredero de la Ilustración que se siente muy lejos de los gobernantes de G-8 y un poquito cerca del activista con pendientes en la nariz y tatuajes en el alma que cruza las calles de Génova'-.

He leído sus columnas y he sentido que estaba entre los míos, justo lo contrario a lo que he experimentado al leer a Antonio Elorza cuando escribe que en los pueblos vascos (así de textual y de generalizador) a las víctimas de ETA sólo les espera el silencio de unos vecinos acobardados por la omertá que cierra sus ventanas al paso de la comitiva fúnebre. O a Herman Tertsch condenando el 'asedio medieval' que 'sufren' los líderes del G-8 en Génova por una 'kale borroka global' asimilada, así de fácil, al terrorismo difuso del País Vasco. Por cierto: ¿quién pone aquí los muertos?

Afortunadamente, la gente con la que me relaciono por estas tierras -buena gente que milita en la izquierda política y sindical, que anima plataformas de acogida a inmigrantes, que se solidariza, con los saharauis- sabe que la realidad vasca es mucho más compleja, como es más compleja la realidad de la revuelta contra el globalitarismo neoliberal. Que sí, hombre, que sí: que aquí y allí somos mayoría quienes rechazamos sin ambajes la violencia, la de ETA y la del Black Bloc. Pero hay otros mundos, y alguna vez habrá que atender a las alarmas que en ellos resuenan, aunque convertirse en altavoz de su llamada sea menos gratificante que sumarse al monumental coro de las obviedades. Hay otros mundos, pero están en provincias.

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