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Columna
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Veraneo o vacaciones

Las vacaciones, en esta sociedad masificada y llena de apremios, se han convertido en lo más parecido a una experiencia mística, a los superiores estados de conciencia del budismo tántrico o del sufismo musulmán. Las vacaciones consiguen, de forma más o menos imperfecta, que volvamos hacia nosotros mismos, en un minucioso examen de conciencia, en unos ignacianos ejercicios de meditación. Gracias a las vacaciones realizamos un prodigioso viaje de regreso a lo mejor de nuestra propia identidad. Lo más parecido a la religión (es decir, al éxtasis, a la tierra prometida, o incluso al paraíso) que nos ha dejado el siglo XX son las vacaciones. No es extraño que sea así: durante el resto del año hay que andar tan deprisa que todo lo individual, lo personal, lo placentero, se concentra en dosis mínimas.

La vida privada lleva camino de circunscribirse a las vacaciones del verano y a esas vacaciones enlatadas que son los fines de semana. Nadie puede escandalizarse porque los jóvenes beban tanto los sábados: sus padres, que poteaban diariamente, no sentían esa compulsiva necesidad de disfrutar a tope en unas pocas horas. Antes la vida era más lenta, pero por eso mismo no había tanta ansiedad en disfrutar: con todo el tiempo por delante, cada día tenía algún espacio para el gozo.

Estamos obligados a experimentar nuestra vida interior de forma intermitente. Cenar con los amigos, beber, leer, facer ayuntamiento (que dijo el clásico) con persona de uno u otro sexo, volar en ala delta u ocuparnos de nuestra colección de mariposas. Todo lo bueno reducido a las vacaciones. En cuestión de agenda personal, estamos atrapados. No sé qué ingenuo habló de que la nuestra sería la civilización del ocio. Ni siquiera era un optimista: era un lila.

Incluso en las costumbres agosteñas se ha obrado un cambio fundamental que el lenguaje denuncia. Antes se veraneaba. Ahora se toman vacaciones. El veraneo era una cosa costumbrista, lánguida, prolongada, que invitaba al sesteo. Adoptaba una forma estacional. Era un estado del alma. En cambio las vacaciones de ahora son vertiginosas, reducidas, intensas en la necesidad de hacer más cosas en mucho menos tiempo. El veraneo era una casa de campo donde se residía durante largos meses. Las vacaciones son quince días en Torrevieja, en un apartamento de dos palmos cuadrados. También en esto, me temo, hemos salido perdiendo.

Sólo hay una cosa en que las vacaciones resultan mejores que el veraneo: en que son más democráticas. El veraneo lo practicaban las clases pudientes, aunque hubo un tiempo feliz en que veraneaba prácticamente toda la clase media. Las vacaciones (un veraneo de saldo) alcanzan en cambio a casi todo el mundo. No sé en qué acabará aquello del reparto del trabajo; lo cierto es que sí nos hemos repartido el ocio. Son menos días para cada uno, pero parece que llegan para todos.

Uno tiene alma de veraneante. Las vacaciones le disgustan. Pero qué se puede hacer. El mundo cambia a un ritmo endiablado y uno debe guardar, celosamente, las escasas treguas que ofrece el calendario. Ya sólo veranean los auténticos privilegiados y los demás tomamos vacaciones. Son vacaciones recortadas además por los atascos aéreos, las aburridas estancias en los aeropuertos, los hábitos masificados. El tiempo se contrae como se contraen las dimensiones de la playa cuando en ella ya no cabe ni una sola toalla más.

Pero no era intención del que esto escribe perfilar un artículo sombrío. Al fin y al cabo, empezadas o aún por empezar, las vacaciones nos contemplan a la mayoría como una promesa de ocio más o menos segura. Un puñado de distraídos días por delante. Convendría acabar con cierto aire optimista: antes de que los hacendados inventaran el veraneo no había nadie que hiciera un alto en el camino: ni veraneo, ni vacaciones, ni nada.

En realidad, desde una perspectiva histórica, estamos de suerte. Durante generaciones nadie vivió sin trabajar, pero nosotros podemos imaginarnos que lo hacemos, aunque sea durante unas pocas semanas.

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