¡Peligro!, se rueda
Que los rodajes no son precisamente balsas de aceite es algo bien sabido. La suma de egos por metro cuadrado que concentra una película hace que un plató sea una zona de altísimo riesgo. Cualquiera que osa cruzar la peligrosa línea maginot que se dibuja entre el director, la cámara, el intérprete y el decorado, se expone a pisar un terreno minado y queda expuesto, por tanto, a que a su alrededor estallen todo tipo de broncas, encarnizadas peleas, viles venganzas y sibilinas traiciones con su correspondiente metralla.
Esto, que en cualquier otra profesión crearía un ambiente fétido e irrespirable, caldo de cultivo que haría imposible desarrollar cualquier labor medianamente creativa, ha dado lugar, sin embargo, a un buen puñado de obras maestras. Y es que, al fin y al cabo, el cine tiene mucho de mágico, de irracional, de incomprensible, de estar tejido por finos hilos que escapan a toda lógica.
Sólo así se puede entender que, por ejemplo, Bailar en la oscuridad sobreviviera a los cientos de puyas e insultos que se lanzaron durante la filmación el director danés Lars Von Trier y la actriz protagonista, la cantante Björk, que incluso llegó a abandonar el rodaje durante unos días, jurando y perjurando no volver nunca más.
Si Billy Wilder hubiera dejado libre su instinto animal, seguramente hubiera estrangulado a Marilyn Monroe, cansado de repetir hasta la extenuación, más de 65 veces, una toma tan simple que incluía la frase: '¿Dónde está el bourbon?'. Pero, de haber sido así, no hubiéramos podido disfrutar nunca de Con faldas y a lo loco.
Dicen que Fred Astaire y Ginger Rogers se odiaban profundamente y que apenas si se hablaban entre toma y toma, pero ¿alguien es capaz de notarlo cuando les vemos bailar acaramelados, juntando sus mejillas, al ritmo que marcaba Irving Berlin?
Sí, es cierto que Hitchcock hacía sufrir más de la cuenta a sus rubias heroínas con comentarios obscenos y escatológicos. ¿Hubieran sido lo mismo La ventana indiscreta o Los pájaros de haber dirigido el gordo de don Alfredo a Grace Kelly o a Tippi Hedren con una sonrisa amable en la boca y diciendo continuamente por favor? Nunca se sabrá.
Quien lo tenía claro era Stanley Kubrick. En El resplandor, necesitaba que el personaje de Shelley Duvall fuera una mujer que progresivamente se volviera histérica, presa del terror. Así que el director no paró hasta volverla realmente histérica repitiendo y repitiendo tomas. El método dio resultado. El pelo de la actriz se caía a jirones.
Joan Crawford no pudo soportar que su compañera de reparto en Jhonny Guitar, Mercedes MacCambridge, se llevara una sonora ovación del equipo después de rodar una escena. Presa de los celos, se coló en el camerino y destrozó a tijeretazo limpio sus vestidos.
Lo dicho. El rodaje de una película es una experiencia que muy pocas veces se desea revivir. Un trayecto en diligencia por el Oeste, como dijo Truffaut en La noche americana, que sólo se debe hacer una vez. Durante la pasada edición del Festival de Cannes, un ingenuo reportero preguntó a Francis Ford Coppola, que acababa de presentar su versión corregida y aumentada de Apocalypse now, si no había pensado en algún momento volver a rodar su mítica película. Durante algunos segundos, un sudor frío recorrió el rostro del director de El padrino que, seguramente, recordó el calor insoportable y húmedo que sufrió en Filipinas durante 238 días, los tifones que arrasaron los decorados, los ataques de la guerrilla, el infarto que sufrió Martín Sheen o las desavenencias que tuvo con Brando, que llegó tarde y gordo y dispuesto a decir lo que le viniera en gana ante la cámara. Al final, Coppola se tomó con humor el disparatado comentario y, dirigiéndose a sus compañeros de mesa, dijo: 'Sí. Quizá sería una buena idea. Tú podrías hacer de Willard, y tú, de Coronel Kurtz...'. Pero, incluso así, hablando en broma, el frío sudor no desapareció de su cara.
Babelia
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