Ha nacido una roca
En el desierto, y para el ojo del viajero, domina la geología sobre la biología. Los estratos horizontales, descubiertos por la erosión, muestran un ritmo de hondas fracturas verticales. El resultado es un paisaje cubista. De cuando en cuando, de mucho en mucho, un bloque cúbico milenario de la primera fila, debilitado en las caras que aún le unen a la montaña, se desprende y rueda a trompicones pendiente abajo. Ha nacido una roca.
La roca queda en la ladera a merced de la incertidumbre ambiental: ardores diurnos, heladas nocturnas, descargas de lluvia y electricidad, oxidación paciente, impactos de otras rocas, pulido tenaz del viento... El bloque se desgasta y meteoriza. Uno de los pedazos es menos anguloso y bastante más pequeño... Ha nacido una piedra.
Es bien posible que una tromba de agua venida de lo alto (o un temblor de tierra cuya improbabilidad se encarga de corregir el simple paso del tiempo) despegue la piedra de su asiento centenario y la haga rodar hasta una torrentera. Allí se reunirá con una multitud de piedras, capturadas por el cauce natural de las aguas, para sumarse a una tumultuosa carrera hacia el mar. La carrera se reanuda cada vez que se desata la furia breve del agua y se aplaza durante larguísimas treguas. Hay muy pocas reglas que respetar, sólo las de Newton. Todo lo demás está permitido: choques, erosiones, empujones, fracturas..., incluso expulsiones del cauce. Las piedras se rompen en otras más pequeñas y se redondean. El resultado puede medir unos cuantos milímetros. Ha nacido un guijarro.
Si el guijarro permanece en carrera, entonces rueda, choca y se desgasta por abrasión. Su tamaño se encoge hasta unas pocas décimas de milímetro. Ha nacido un grano de arena. Un grano de arena corre entonces un alto riesgo de quedar cazado entre vecinos de mayor tamaño y explotar en una nube de minúsculas partículas de milésimas de milímetro. La propia abrasión genera también una multitud de miríadas de tales partículas. Es el polvo.
En suma: la multitud de piedras se convierte en grava; la grava, en arena gruesa; la gruesa, en fina; la fina, en muy fina; la muy fina, en polvo... Pero no es fácil llegar al fondo del mar. En cualquier momento, una partícula puede ser secuestrada fuera de la carrera por el viento o puede ser expulsada de ella por una turbulencia. En algún lugar, las partículas se acumulan y se entierran. Entonces, las fuertes presiones y las infiltraciones de agua con sustancias en suspensión y disolución compactan y cementan las partículas entre sí. Y renace la roca.
Los guijarros de la grava forman roca de conglomerado, la arena hace arenisca, el lodo fino hace limo, y el lodo finísimo, arcilla...
Muchas partículas llegan por fin al océano, al mar o a un lago. Tras la estruendosa y caótica carrera de choques sigue la sorda y disciplinada sedimentación. La partícula se va al fondo, se hunde, se compacta y se integra, como un grano más, en las entrañas de la placa continental. El continente tiene mucha fuerza y poca prisa. Tanto empuja, que el grano nacido en la torrentera empieza a ascender prisionero dentro de su estrato de sedimentación. Asciende y asciende hasta que, quizá en algún lugar del desierto, el grano vuelve a salir al calor del sol prisionero dentro de un bloque cúbico, a cientos de metros sobre el nivel del mar. Han pasado decenas de millones de años, una corta eternidad en la que muchas especies de animales y plantas han tenido tiempo para aparecer, para triunfar y para extinguirse.
A veces, uno de estos bloques se desprende y rueda a trompicones pendiente abajo. Ha nacido una roca...
Jorge Wagensberg es director del Museo de la Ciencia Fundación La Caixa (Barcelona).
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