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La necedad del arte contemporáneo

Victoria Combalia

Cuando ya tenía mi artículo escrito sobre la necedad en el arte contemporáneo me llegó la invitación de un tal Santiago Sierra, artista, bajo el título: Encierro de veinte trabajadores en la bodega de un barco. Puerto de Barcelona. Julio 2001.

Antes, el artista era aquel que se destacaba del resto por ver con mayor percepción la realidad, devolviéndonosla de tal forma que nos hacía reflexionar sobre el mundo y la condición humana. Ahora, algunos de los que se hacen llamar artista (incluso con buena intención, no hay duda de ello) no ven nada más allá de lo que ve el resto de seres humanos. Lo que priva ahora es este arte de la pura constatación que halla sus avales en lo políticamente correcto, por una parte, y en un buen número de jóvenes comisarios sin ninguna cultura que operan en bienales por todo el mundo. Éstos se han convertido en parques temáticos con un ligero barniz cultural, lo cual añade prestigio al asunto, y son una sencilla y eficaz forma de promover el turismo en las ciudades periféricas.

Esto es lo que Paul Ardenne, en un lúcido artículo titulado Bienal de Venecia, un parque de atracciones destilando aburrimiento, acaba de denunciar respecto a la última edición de la Bienal italiana, aunque ya empieza a ser una opinión generalizada, incluso entre profesionales -entre los que me cuento- que siempre han defendido un arte no convencional.

No se trata, pues -no nos confundan-, del consabido argumento de aquellos que, miopes respecto a cualquier medio nuevo, se erigen en defensores de la pintura como último reducto de lo 'que tiene que ser'. Se trata de una nueva situación derivada de la posmodernidad en donde el arte es uno de los ingredientes mediáticos de la industria cultural.

A lo que íbamos: ahora lo convencional es esto. Un sociologismo barato que se plasma en innumerables imágenes de adolescentes deprimidos o simplemente aburridos en sus habitaciones de turno. O bien la denuncia, en primer grado, de situaciones de opresión por raza o sexo (ya no se lleva tanto lo de la clase social, pues ya casi no existen). O bien sencillamente la nadería más total, el imperio del vacío. Esto último se presenta siempre como algo enigmático, críptico o absurdo. Y ya se sabe, lo incomprensible siempre corre el riesgo de parecer inteligente.

La idea del señor Sierra no es muy brillante; tampoco es, a estas alturas, radical. Yo no soy ninguna artista y se me ocurre enseguida que podríamos soltar 1.000 cerdos en la calle de Ferran de Barcelona para que los ciudadanos tomaran conciencia sobre la fiebre porcina, un tema que aún no ha encontrado su expresión, digamos, plástica. El jaleo sería horroroso, el olor inmundo y el efecto entre los turistas del mes de julio, quizá devastador. Saldríamos en la prensa, tan parca de noticias en verano.

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Pero no todo es tan sencillo. La calidad o no de una propuesta depende de múltiples variables. Una de ellas es histórica. ¿Es lo mismo aislar un hecho cotidiano ahora que cuando lo estipuló Duchamp, hará pronto 100 años? Evidentemente, no es lo mismo. A finales de la década de 1950, las llamadas acciones y happenings aislaron retazos de vida para, entre otras cosas, que el espectador tomara conciencia sobre acciones cotidianas básicas -comer, dormir, respirar, hacer el amor-. En aquella época, aquellas acciones provocaban y desconcertaban, hoy simplemente se han convertido en el contenido del Gran Hermano, la cumbre del arte experimental. Los protagonistas de aquellas acciones, enfrentados a un mundo fuertemente jerarquizado en lo político y muy conservador en las costumbres, iban a parar a la cárcel: hoy rellenan la sección estival de un periódico y hacen arquear una ceja del lector distraído, nada más. De hecho, aquellas acciones de los años cincuenta y sesenta del siglo XX cambiaron de tal modo nuestra percepción y nuestro comportamiento que hoy ciertas estrategias políticas y ciertos símbolos de contestación son deudores de aquellos gestos: los ganaderos sueltan sus vacas y los rebeldes de toda causa se desnudan en público porque hubo artistas que hicieron algo semejante hará 40 años.

Lamentablemente, siempre habrá quien, por ignorancia, descubra Mediterráneos, y nunca lo vacío será inocente. Cuanto más vacío es, y menos se pertenezca a sí mismo, más materia ofrece a la instrumentalización. Seguiremos.

Victoria Combalía es crítica de arte y directora de Tecla Sala.

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