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La lucidez de la luz

Sólo podemos identificar tres realidades casi ilimitadas: el cosmos, pero sólo durante la noche; la energía solar, pero sólo durante el día, y la codicia de algunos, que no duerme ni descansa. Todo lo demás tiene cuantías, límites y fecha de caducidad; por tanto, de irreparable disipación sin posible retorno. Entre lo que se desvanece -y ya mucho- figuran tanto los combustibles fósiles como los radiactivos, que producen la mayor parte de las energías que nos mueven y nos conmueven. Esto último, en no poca medida, porque el bulímico abuso se resuelve en una incongruencia peligrosa. Se acumula en los sistemas vitales porque no hay sumideros suficientes. Tenemos descontrolados los residuos que se generan tras las combustiones destinadas a producir electricidad, movimiento, trabajo y comodidades. Todo ello deseable, casi imprescindible, pero mucho mejor si apostáramos por el obsequio de lo ingente, seguro y limpio. Me refiero al imponente y desmedido baño de energía que nos escancia el cosmos más cercano. La energía solar que nos llega resulta 15.000 veces más de la necesaria para el funcionamiento de la totalidad de los procesos ecológicos y para el alimento de todos los sistemas biológicos. Leído de otra forma, podemos afirmar que todo lo producido por la humanidad anualmente apenas supera el 1% de lo que consigue generar la energía solar. Es más, todos los productos energéticos fósiles usados y por usar -por cierto, de origen también solar- corresponden a tan sólo 15 días de iluminación natural. Pero no queremos aprovecharla, a pesar de que tengamos exceso de contaminantes atmosféricos entorpeciendo el funcionamiento del clima.

La pretensión de rescatar los periclitados planes de producción energética nuclear con el argumento de que no contaminan los aires sigue siendo, como desde hace veinte años, lábil, incorrecto e inexorablemente incoherente. Primero, porque sí contaminan el aire, el suelo y las aguas, con calor y con radiaciones, muy pequeñas casi siempre, pero conviene recordar que cualquier dosis de radiactividad artificial es un peligro inadmisible.

A la estela de las insinuaciones de Bush II, a su vez seguidor de una propuesta de Bush I, lanzada afortunadamente sin éxito en 1991, se pretende aprovechar la desmemoria de tantos. Primero y principal, porque el control y ubicación de los residuos nucleares no tiene solución alguna. De la misma forma que nadie quiere como vecino un cementerio nuclear, tampoco nadie puede garantizar que existirán medios y estabilidad para controlar tales desechos a lo largo de los cientos de siglos que esas letales radiaciones permanecerán activas. Se pretende olvidar también que el casi generalizado abandono de la opción no estuvo suscitado por coherencia ética alguna, sino sencillamente porque se trata del mayor desastre en la historia de los negocios. Sólo una incesante inyección de subvenciones ha podido mantener abiertas, o en algunos casos proceder a su desmantelamiento, la mayor parte de las centrales nucleares del planeta, lo que supone una manifiesta burla de las leyes básicas del mercado. Queda opaca también la evidencia de que son invariablemente peligrosas por riesgo de accidente, aunque sólo unas pocas de las casi 500 centrales que se han construido hayan fallado estrepitosamente. ¿Está alguien dispuesto a calcular el valor de la salud del medio millón de personas afectadas directamente por el desastre de Chernóbil?

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Con el coste de dos centrales nucleares -aproximadamente un billón de pesetas- se puede ahorrar toda la energía que producirían con proporcionar a todos los hogares españoles bombillas de bajo consumo. Esa inversión en paneles fotovoltaicos, en ayudas a la arquitectura bioclimática o a la agricultura sostenible desatascaría las entrañas del sector.

Con todo, lo más importante es que ha quedado perfectamente demostrado que hay amplios territorios de acción antes de renovar el carísimo y nada rentable riesgo. Me refiero, en primer lugar, a que existe la clara posibilidad de seguir creciendo económicamente al 3% anual con una reducción del 50% de la energía. Sencillamente, porque ése es el porcentaje de nuestro despilfarro. La mitad de lo que gastamos, sólo alimenta la contaminación. Más amplio es el campo de la eficiencia energética, que de momento apenas supera el 20%.

Mientras llega la deseable coherencia recordemos que todos los amagos de crisis energética, tan arteramente usados por la tercera realidad ilimitada que identificábamos al comenzar, tienen solución. La de usar la casi inagotable sonrisa del Sol, a su vez limpia, segura, descentralizada, liberadora, creadora de empleo y verdadero progreso. A nuestro alcance está la lucidez de la primera luz.

Joaquín Araújo es escritor y premio Global 500 de la ONU. quine@sei.es

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