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Tribuna:
Tribuna
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No funcionará

Confieso que pertenezco a esa clase, cada vez más numerosa de personas, que tienen una visión pesimista de la humanidad, en general, y de los humanos, en particular. Pero también reconozco que, en gran parte, ello es consecuencia de la constatación práctica y reiterada de que ciertos acontecimientos de nuestra cotidiana existencia se empeñan en hacernos la vida imposible, bien porque en realidad no nos dan lo que se supone que ofrecen, o bien porque resultan tan complicados que ni siquiera intentamos averiguarlo. A la postre, en una sociedad cada vez más reglamentada, y, en cierto modo, previsible, la incertidumbre crece por doquier, y cada vez es más frecuente encontrarnos con la angustiosa sensación de que las cosas no funcionarán como estaba previsto que funcionen.

Ya nos pasó en su día con los abrelatas eléctricos, las duchas multiuso y los sofás de diseño, y, más recientemente, con los vídeos, los ordenadores, la televisión digital y los teléfonos móviles. En estos momentos, sin ir más lejos, el aire acondicionado sigue campando a sus anchas, totalmente descontrolado, en grandes almacenes, oficinas y hogares; el bono del metro siempre nos es devuelto por la máquina lectora, indicando que se trata de un billete no válido, aunque acabes de desembolsar los 5 euros de rigor; las butacas de las salas cinematográficas viven de espaldas a los avances de la ergonomía, y, por si esto fuera poco, las compañías eléctricas nos advierten de que, como sigamos así, nos faltarán kilovatios este verano, como si la culpa fuera nuestra. ¿Alguien puede extrañarse de que crezca el escepticismo sobre el futuro?

Tal vez esta sea la razón por la que, a pesar de mi proverbial temor a los aviones, nunca prestara atención, hasta el pasado domingo, a esas esforzadas azafatas que nos informan, con todo lujo de detalles, a través de la mímica, acerca de las múltiples tareas que hemos de realizar por nuestra propia cuenta, unos segundos antes de estrellarnos contra el duro suelo. No es que no valore su trabajo; en absoluto, incluso me parece digno de mejor causa. Pero es que no me lo creo; me parece todo demasiado complicado para que pueda resultar de alguna utilidad en momentos tan críticos.

Ya saben de qué les hablo, todo eso de que si los motores se paran en pleno vuelo, o un rayo nos alcanza en mitad de la tormenta, debemos mantener la mente fría y realizar todo tipo de malabarismos con la máscara de oxígeno y el chaleco salvavidas, además de observar el suelo en busca de líneas luminosas, avanzar de manera ordenada hasta la puerta de salida, y lanzarse por los respectivos toboganes, ale hop, a la espera de que lo que allí haya sea realmente agua; y, además, ésta se encuentre exenta de carnívoras especies de cetáceos.

Y la verdad es que todo parece muy pensado; tan pensado, como inútil; todo el mundo tiene un plan que no funciona, y las compañías aéreas, también. Seamos sinceros, ¿alguien cree que se cumplirá aunque sea sólo una de tales previsiones?, realmente se necesita ser extraordinariamente ingenuo o extraordinariamente estúpido; o ambas cosas a la vez; porque, para empezar, es muy probable que el chaleco no esté debajo del asiento, donde nos dijeron, debido a las obligadas restricciones de costes que impone la competencia; y, aunque estuviera, es seguro que no podrá hacer las dos cosas al mismo tiempo: ponerse el chaleco y respirar a través de la máscara de oxígeno, que, según avisan, se abrirá automáticamente. No obstante, si, aún así, logra ponérselo, las luces del pasillo no se encenderán, todo el mundo lo sabe, de modo que no verá nada y chocará de manera caótica con los restantes pasajeros; además, éstos intentarán, haciéndose los listos, inflar los chalecos, todos al mismo tiempo, dentro del avión, por si acaso, de modo que en la práctica nadie podrá moverse.

Huelga decir que tampoco nadie pedirá turno para la cola de salida; y no sería nada extraño que, al llegar a alguna de las puertas, éstas aún no hayan sido abiertas porque la tripulación se encuentre todavía atenazada por el pánico. Y si, en todo caso, ello ocurriera tal como estaba previsto, rece para que sea agua y no tierra lo que haya debajo; y, si también en esto tiene suerte, ya puede acumular la suficiente sangre fría para hacerse el muerto y no atraer a los tiburones (está estadísticamente contrastado que cuando un avión cae al mar siempre lo hace en zona de tiburones), mientras espera así varias horas hasta que sea rescatado, con toda probabilidad congelado; o sea, muerto, pero de verdad. ¿No les parece absurdo, ante tamaña fantasía, más propia de la ciencia ficción, perder el tiempo en memorizar tan prolijos detalles?

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Creo que las compañías aéreas deberían ser más sinceras y no crear falsas esperanzas. Sería más honesto que apelaran a las estadísticas sobre catástrofes para convencernos de que es altamente improbable que nos encontremos en una situación de emergencia como la relatada, de manera que lo más seguro es que lleguemos por fin a nuestro tan deseado, como exótico, destino vacacional. El problema es que, en realidad, para muchos de nosotros la catástrofe es, precisamente, ésta: llegar al destino, porque es entonces cuando descubrimos con horror que echamos en falta justamente todo aquello que en nuestro lugar de origen no funcionaba, pero, al menos, existía (la luz, el aire acondicionado, el móvil y hasta el agua corriente), y acabas contando las horas que te quedan para la vuelta a casa y el reencuentro con tus objetos queridos, por muy inciertos que estos sean. Es el eterno retorno del imbécil moderno.

Y es que aún nos pasa poco.

Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

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