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La fundación del mundo

En 1967 apareció Cien años de soledad. A pesar de haber cobrado una actualidad inusitada con motivo de la subasta de las primeras pruebas de imprenta, no hay ninguna razón cronológica que hoy invite a celebrar esa fecha. Es más: ni siquiera es una efeméride. Los modernos nos hemos acostumbrado a festejar los números redondos, como si la cifra exacta, acabada en cero o en cinco, tuviera algo de especial, un añadido mágico que justificara la evocación. Pero, como nos advirtió Enrique Vila-Matas hace justamente cuatro años, es absurdo el prestigio que concedemos a los números redondos. Es una superstición que muchos compartimos, una superstición que, en fin, carece de fundamento. Hace treinta y tantos años que Gabriel García Márquez publicó su novela más conocida y ahora, exactamente ahora, es un buen momento para leerla, si no la han leído, o para regresar a Macondo en el caso de que la hayan frecuentado. Cuando llega el verano y el tiempo cobra una dimensión demorada, cuando las chicharras celebran el calor y la luz o cuando nos bronceamos indolentemente en las playas de moda, es el momento idóneo para volver a la aldea de Cien años de soledad. Admito tener una inclinación especial, sentir predisposición particular hacia esta novela, una novela que asocio a la adolescencia, a los largos veranos de la adolescencia, ese instante dilatado en que la lectura de ficciones era un fármaco que algunos nos administrábamos para soportar la vida; admito, en fin, que moriré habiendo leído muchas veces Cien años de soledad, porque frecuentarla es medicina que nos damos para el alma, de efectos varios según cada una de nuestras edades.

La primera vez que descubrí Macondo era todavía un muchacho. La pubertad es ese instante en que irrumpimos en el mundo, con unas quimeras aún por domar, con una fantasía altanera que parece obligarnos a rehacer lo torcido y lo feo. Es también aquel momento en que ese mismo mundo nos niega y nos cercena. Los años de la adolescencia son los de la contestación a los padres, a la autoridad de los padres, los años en que afectamos desagrado y rechazo con aspavientos, los años en que descubrimos con desdén la imperfección de lo dado, el desarreglo de la vida. Es entonces cuando queremos fundar el mundo, reemplazar ese otro mundo que los adultos nos han legado, lleno de desperfectos. Es entonces cuando salimos al exterior y nos proponemos cambiar las cosas, leyendo, escribiendo o actuando. Fue entonces justamente, en ese momento de alborozo y pesadumbre, cuando busqué en el mapa la localización de Macondo, puesto que no me resignaba a que esa maravillosa aldea sólo existiera en la imaginación portentosa de su autor. La lectura me deparó un relato próximo al cuento infantil, próximo a la historia primordial hiperbólica y verosímil a fuerza de sugestiva. Sin embargo, no era un cuento de hadas, insoportable para un adolescente que quería madurar; era, por el contrario, un cuento aleccionador, fascinante, fatalista, heroico, narrado por alguien dotado de omnisciencia, alguien que rivalizaba con Dios; pero era un cuento en el que se detallaba una historia de adultos, una historia de fundación (ab urbe condita), de guerra y de amor, de familia y de individuos, de elecciones personales, de destinos insuperables. Lo mejor de una novela -y ésta lo cumple a la perfección- es cuando nos secuestra, cuando crea para nosotros un mundo posible en el que poder aventurarnos, un universo abarrotado por reyes y por indigentes, por hombres y mujeres llenos de dudas y de zozobras, de arrojo, de audacias, de cobardías; lo mejor de una ficción es cuando nos obliga a abstraernos y a internarnos en sus calles y en sus casas. La narración que no logra ese proceso mágico es una novelita sin consecuencias, sin efectos secundarios. Las grandes novelas -y ésta lo es, qué duda cabe- las vivimos en toda su extensión, en toda su cualidad panorámica, en toda su larga evocación, con caracteres cuyas almas vamos averiguando poco a poco.

La novela de Gabriel García Márquez es moderadamente extensa y está habitada por suficientes personajes como para convivir con ellos durante semanas. Está narrada, además, como lo están los viejos cuentos. Si se trataba de relatar cosas maravillosas, prodigios que suceden y que tienen su acomodo ordinario, hechos sorprendentes que atentan contra la lógica de todos los días; si se trataba de contar la propia creación del mundo, el punto de vista había de ser el de Dios: el mito -como la Biblia- no tiene autor, y su narrador no puede atenerse a la perspectiva limitada, parcial, de quien sólo ve el fragmento o el detalle de un todo que ignora. Pero no es sólo esto aquello que seduce de ese relato. Sorprende, por ejemplo, el tratamiento dado al tabú del incesto, a aquello que prohíbe el trato con los consanguíneos; nos duele el peso del tiempo cíclico y de la fatalidad, el de nuestra propia muerte; nos conmueven el amor imposible e incurable del que, efectivamente, no sanamos, la obstinación de personajes alucinados, quijotescos y, por supuesto, la soledad; nos atraen el valor y la necesidad de narrar. La vida son historias que nos cuentan y que contamos sobre nosotros mismos, sobre los que nos precedieron y sobre los que nos seguirán y sobre el mundo al que llegamos cuando éste ya tenía asiento y justificación. Esa narración -la de Cien años de soledad- no es el simple registro de hechos ya sucedidos, ya pasados y contados sin más por un narrador que todo lo sabe. Ese relato crea contemporáneamente el mundo, ya que la historia narrada es a la vez la historia de una escritura y la de una lectura, de un desciframiento. Como no podía ser de otro modo, también aquí hay un viejo y eficaz recurso literario, el del manuscrito cuyo significado hay que revelar: el significado de los pergaminos del gitano Melquíades, unos manuscritos que justifican precisamente la novela de Gabriel García Márquez y la realidad fantástica de Macondo. La lectura que de esos pergaminos hace Aureliano Buendía, su desciframiento y el descubrimiento de su destino personal y colectivo son simultáneos a su realización, al cumplimiento de las profecías esmeradas del gitano. En esta novela, la palabra es acto, forja la realidad y la narración acaba siendo la vida misma. Por eso, el narrador ha de ser omnisciente, sabelotodo, a la manera del Dios creador. ¿Aún no la han leído? No esperen a que se cumplan treinta y cinco años de su publicación; no rindan tributo a los números redondos; no veneren la superstición de la cifra exacta. Ahora que se demora la cronología y que nos aprestamos a vivir estacionalmente, sintiendo el ciclo de ese tiempo que regresa, el largo verano de la adolescencia, abandonemos la premura de adultos y busquemos en sus páginas la dicha adolescente de quien emprende o asiste a la creación del mundo: un mundo que se funda para nosotros y un mundo en el que habitar, un mundo tan reciente, que muchas cosas aún carecen de nombre.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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