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Tribuna:EL MODELO DE ESTADO
Tribuna
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El federalismo e Izquierda Unida

Afirma el autor, que el federalismo es la opción más razonable para culminar y cerrar el sistema autonómico español

Autodeterminación y federalismo son las dos recetas básicas de IU para superar los problemas de convivencia que suscitan en España las tensiones nacionalistas. En primer lugar, según nuestros izquierdistas, se colocaría el ejercicio de la autodeterminación, concebida como derecho soberano de todas las nacionalidades y regiones que integran el Estado. Después, y supuesto el triunfo de la voluntad unionista, nos organizaríamos todos en un federalismo de libre adhesión y con reserva del derecho de los socios a la separación. Y así viviríamos felices todos los pueblos ibéricos en una futura arcadia federal basada en nuestra libre elección.

La verdad es que esta simplista receta tiene muy poco que ver con el federalismo tal como se entiende en la moderna teoría democrática, es decir, como un expediente de reparto vertical del poder. La propuesta de IU emparenta más bien con la antigua y particular forma anarquista y pimargalliana de entender el federalismo, la que apelaba al pacto (phoedus) entre comunidades y pueblos como única forma legítima de fundar una autoridad estatal. Esas resonancias utópicas son probablemente las que visten la propuesta de IU de un cierto adanismo atractivo, pues siempre son inmediatamente sugerentes las propuestas de enderezar de una vez por todas el fuste torcido de la humanidad o de las naciones. Pero de ahí le viene también su inconcreción, su desmesura y su imprudencia.

Vaya por delante que quien esto escribe es un convencido de que el federalismo es la opción más razonable para culminar y cerrar el sistema autonómico español. Precisamente esta opinión personal favorable al federalismo es la que nos hace necesariamente críticos con ese federalismo de libre adhesión y con derecho soberano de cada pueblo componente a separarse que propone nuestra sedicente izquierda. Y, sobre todo, con la forma y valor con que lo propone.

En primer lugar, y en aras de una mínima higiene conceptual, hay que aclarar que lo que propone IU no es calificable en modo alguno como federalismo, sino como una pura y simple confederación de naciones, que es algo muy distinto. A diferencia de lo que sucede en un Estado federal, en una confederación las unidades básicas conservan su plena soberanía para separarse en el momento en que lo deseen. Es, por tanto, lo más aproximado que existe a un pacto internacional entre estados libres. Y si hay algo que la historia ha demostrado es que la confederación no es un esquema viable para la convivencia estable: todas las confederaciones que han existido evolucionaron rápidamente hacia la forma de Estado federal por la necesidad imperiosa de estabilizarse: así lo hicieron los primitivos Estados Unidos de los 'Artículos de la Confederación' de 1776, mediante la Constitución federal vigente de 1787. Así lo hizo Suiza en la Constitución de 1874 (aunque conserve el nombre de Confederación). Y Alemania en 1870, superando las Confederaciones del Rhin y la posterior Confederación Germánica. O bien se deshicieron en Estados independientes. Lo que no ha existido nunca es una confederación capaz de superar diariamente la prueba diabólica de su sometimiento al derecho de escisión de sus socios.

Que nuestros soi disants izquierdistas nos inviten a ensayar una fórmula tan repetidamente fracasada dice mucho acerca de su falta total de prudencia, virtud indispensable en quien quiera calificarse de político. O bien induce la sospecha de que la propuesta no es sino puro escapismo nominalista.

Esto conecta con el segundo aspecto crítico: el que se nos quiera vender el federalismo como una receta mágica para superar el problema de encaje de los nacionalismos particularistas en España. El federalismo se nos presenta como una tercera vía, capaz de integrar a quienes el régimen autonómico actual no ha integrado. Perspectiva ésta radicalmente falsa, fundada en un puro voluntarismo ayuno de cualquier análisis.

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En primer lugar, como apuntó Ortega y Gasset en las Cortes constituyentes de la II República (que nunca fue ni de lejos federal, aunque algún ignorante cuente ahora esa historia), el federalismo ha sido en la historia un expediente útil para aquellas naciones que querían unirse en una comunidad superior, pero carece de precedentes como medio político exitoso para mantener unidas a las que querían separarse. El fracaso patético del federalismo yugoslavo ilustra modernamente lo acertado de la constatación de hace setenta años. No se proponga pues el federalismo como lo que no es, como método para integrar a quien no quiere integrarse. El Estado federal exige como alma de su organización, sobre todo y ante todo, lo que la Constitución alemana llama la bundestreue, es decir, el sentimiento de lealtad al Estado federal por parte de todos las unidades federadas, sobre la base de cierta percepción de una identidad y pertenencias comunes (las que Lijphart denomina lealtades omnicomprensivas). Pues bien, eso es precisamente lo que falta aquí y ahora.

Por otra parte, la propuesta federalista tout court de IU desconoce que vivimos ya en un Estado con un reparto vertical de poderes que es substancialmente federal. Lo que le falta para ser funcionalmente federal no es una mayor distribución de competencias (convénzanse, apenas quedan competencias por repartir), sino la estructuración de las relaciones entre las comunidades autónomas y el Estado a través de un órgano multilateral que permita la efectiva participación de aquéllas en la formación de la voluntad política de éste (convertir el Senado en un Bundesrat). No se trata ya a estas alturas de repartir el poder, sino de reestructurar su ejercicio. Y esa reestructuración traería consigo inevitablemente una mayor trabazón y unión funcional entre todas las comunidades autónomas y entre éstas y el Estado, razón por la que los nacionalistas particularistas, que son todo menos tontos, se han opuesto siempre y con toda firmeza al cierre federalista del sistema autonómico.

Esta oposición nacionalista a hablar siquiera de federalismo demuestra, sin necesidad de más insistencia, que el federalismo no es hoy por hoy una solución para el problema del soberanismo independentista de parte de los vascos. Por ello, presentarlo como tal solución, como hace nuestra Izquierda Unida, es una pura irresponsabilidad demagógica que sólo puede provocar la futura frustración de una opinión pública hoy ansiosa de vislumbrar esperanzas.Autodeterminación y federalismo son las dos recetas básicas de IU para superar los problemas de convivencia que suscitan en España las tensiones nacionalistas. En primer lugar, según nuestros izquierdistas, se colocaría el ejercicio de la autodeterminación, concebida como derecho soberano de todas las nacionalidades y regiones que integran el Estado. Después, y supuesto el triunfo de la voluntad unionista, nos organizaríamos todos en un federalismo de libre adhesión y con reserva del derecho de los socios a la separación. Y así viviríamos felices todos los pueblos ibéricos en una futura arcadia federal basada en nuestra libre elección.

La verdad es que esta simplista receta tiene muy poco que ver con el federalismo tal como se entiende en la moderna teoría democrática, es decir, como un expediente de reparto vertical del poder. La propuesta de IU emparenta más bien con la antigua y particular forma anarquista y pimargalliana de entender el federalismo, la que apelaba al pacto (phoedus) entre comunidades y pueblos como única forma legítima de fundar una autoridad estatal. Esas resonancias utópicas son probablemente las que visten la propuesta de IU de un cierto adanismo atractivo, pues siempre son inmediatamente sugerentes las propuestas de enderezar de una vez por todas el fuste torcido de la humanidad o de las naciones. Pero de ahí le viene también su inconcreción, su desmesura y su imprudencia.

Vaya por delante que quien esto escribe es un convencido de que el federalismo es la opción más razonable para culminar y cerrar el sistema autonómico español. Precisamente esta opinión personal favorable al federalismo es la que nos hace necesariamente críticos con ese federalismo de libre adhesión y con derecho soberano de cada pueblo componente a separarse que propone nuestra sedicente izquierda. Y, sobre todo, con la forma y valor con que lo propone.

En primer lugar, y en aras de una mínima higiene conceptual, hay que aclarar que lo que propone IU no es calificable en modo alguno como federalismo, sino como una pura y simple confederación de naciones, que es algo muy distinto. A diferencia de lo que sucede en un Estado federal, en una confederación las unidades básicas conservan su plena soberanía para separarse en el momento en que lo deseen. Es, por tanto, lo más aproximado que existe a un pacto internacional entre estados libres. Y si hay algo que la historia ha demostrado es que la confederación no es un esquema viable para la convivencia estable: todas las confederaciones que han existido evolucionaron rápidamente hacia la forma de Estado federal por la necesidad imperiosa de estabilizarse: así lo hicieron los primitivos Estados Unidos de los 'Artículos de la Confederación' de 1776, mediante la Constitución federal vigente de 1787. Así lo hizo Suiza en la Constitución de 1874 (aunque conserve el nombre de Confederación). Y Alemania en 1870, superando las Confederaciones del Rhin y la posterior Confederación Germánica. O bien se deshicieron en Estados independientes. Lo que no ha existido nunca es una confederación capaz de superar diariamente la prueba diabólica de su sometimiento al derecho de escisión de sus socios.

Que nuestros soi disants izquierdistas nos inviten a ensayar una fórmula tan repetidamente fracasada dice mucho acerca de su falta total de prudencia, virtud indispensable en quien quiera calificarse de político. O bien induce la sospecha de que la propuesta no es sino puro escapismo nominalista.

Esto conecta con el segundo aspecto crítico: el que se nos quiera vender el federalismo como una receta mágica para superar el problema de encaje de los nacionalismos particularistas en España. El federalismo se nos presenta como una tercera vía, capaz de integrar a quienes el régimen autonómico actual no ha integrado. Perspectiva ésta radicalmente falsa, fundada en un puro voluntarismo ayuno de cualquier análisis.

En primer lugar, como apuntó Ortega y Gasset en las Cortes constituyentes de la II República (que nunca fue ni de lejos federal, aunque algún ignorante cuente ahora esa historia), el federalismo ha sido en la historia un expediente útil para aquellas naciones que querían unirse en una comunidad superior, pero carece de precedentes como medio político exitoso para mantener unidas a las que querían separarse. El fracaso patético del federalismo yugoslavo ilustra modernamente lo acertado de la constatación de hace setenta años. No se proponga pues el federalismo como lo que no es, como método para integrar a quien no quiere integrarse. El Estado federal exige como alma de su organización, sobre todo y ante todo, lo que la Constitución alemana llama la bundestreue, es decir, el sentimiento de lealtad al Estado federal por parte de todos las unidades federadas, sobre la base de cierta percepción de una identidad y pertenencias comunes (las que Lijphart denomina lealtades omnicomprensivas). Pues bien, eso es precisamente lo que falta aquí y ahora.

Por otra parte, la propuesta federalista tout court de IU desconoce que vivimos ya en un Estado con un reparto vertical de poderes que es substancialmente federal. Lo que le falta para ser funcionalmente federal no es una mayor distribución de competencias (convénzanse, apenas quedan competencias por repartir), sino la estructuración de las relaciones entre las comunidades autónomas y el Estado a través de un órgano multilateral que permita la efectiva participación de aquéllas en la formación de la voluntad política de éste (convertir el Senado en un Bundesrat). No se trata ya a estas alturas de repartir el poder, sino de reestructurar su ejercicio. Y esa reestructuración traería consigo inevitablemente una mayor trabazón y unión funcional entre todas las comunidades autónomas y entre éstas y el Estado, razón por la que los nacionalistas particularistas, que son todo menos tontos, se han opuesto siempre y con toda firmeza al cierre federalista del sistema autonómico.

Esta oposición nacionalista a hablar siquiera de federalismo demuestra, sin necesidad de más insistencia, que el federalismo no es hoy por hoy una solución para el problema del soberanismo independentista de parte de los vascos. Por ello, presentarlo como tal solución, como hace nuestra Izquierda Unida, es una pura irresponsabilidad demagógica que sólo puede provocar la futura frustración de una opinión pública hoy ansiosa de vislumbrar esperanzas.

José Mª Ruiz Soroa es abogado.

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