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Las cajas chinas del 'lehendakari'

Antonio Elorza

A mediados del siglo XVIII, el jesuita Manuel de Larramendi nos describe las sesiones imaginarias de una Junta de Guipúzcoa donde se debaten las relaciones con Castilla. Uno de los junteros, anciano al parecer de poco seso, formula una proposición que dice inspirada por el demon de Guipúzcoa. Lo mejor será, dice, reunir los territorios donde se habla el vascuence en unas Provincias Unidas del Pirineo, segregadas de España y de Francia. 'Sin duda que esta idea es magnífica y gloriosa -concluye Larramendi-, pero si tal República no es todavía más que soñada, necesita mucho tiempo para ser fundada en realidad'.

Todo apunta a que con la nueva legislatura que hoy abre el discurso del candidato Ibarretxe, ha llegado el momento de intentar que la ocurrencia del viejo juntero salga del reino de los sueños. El secreto en la preparación era ya entonces la condición indispensable para el éxito del proyecto, muy de acuerdo con la norma de cautela habitual en la Compañía de Jesús, e Ibarretxe ha sabido respetarlo hasta que fue imprescindible hacer público el programa de gobierno. Ahora sabemos que el núcleo de la política del nuevo equipo va a consistir, no ya sólo en el ejercicio de la autodeterminación, sino en una novedad dentro de la historia de la democracia, una serie de referendums para alcanzarla. Por si hubiera alguna duda en cuanto a los fines, Xabier Arzalluz procedió a apuntar el contenido de lo que espera a los vascos: se trata de que decidan si en el futuro quieren 'algún arreglo' con España o si prefieren hacerse 'su txoko en Europa, al modo de Eslovenia'. Las cartas están sobre la mesa. No es que la autodeterminación se vincule indebidamente a la paz, según critica Nicolás Redondo, sino que primero se va a la autodeterminación; luego la paz vendrá dada.

Sus oponentes políticos, los feroces constitucionalistas, han permitido que llegue este momento sin el menor obstáculo, y ello tiene su lógica, por la necesidad de otorgar un plazo de confianza a quien había ganado las elecciones marcando claras distancias con ETA. Además, después del período de angustia que siguió al fin de la tregua, y a la vista de los resultados del 13-M, ha crecido el número de los afectados por una versión vasca del síndrome de Estocolmo, considerando que fue una profanación política el intento de ganar las elecciones al PNV, señor natural del poder en Euskadi. Y en consecuencia se generalizó el wishful thinking de que Ibarretxe restablecería algo parecido al espíritu de Ajuria Enea entre los demócratas. Los elogios a su figura se han generalizado, incluso en el plano personal, como si sirvieran de algo en política las aparentes virtudes domésticas de un hombre público. Paralelamente, se le ha presentado como un personaje hamletiano, cuyas dudas conciernen a la mejor fórmula para acabar con la muerte en Euskadi.

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Todo indica, sin embargo, que de talante shakespeariano nada, y de dudas menos. Cuentan quienes le conocieron desde muy joven que Ibarretxe no solamente se distinguía por su bondad o capacidad de trabajo, sino por algo que nos interesa más aquí y ahora: un independentismo intransigente. Nada desmiente esa apreciación. Resulta claro que Ibarretxe es hombre de pocas ideas, y como suele ocurrir en estos casos, de convicciones a prueba de razonamientos. Lo dejó claro tras la entrevista con Aznar. Para él, ETA no es el problema, sino que se deriva del problema vasco, consistente en la supresión hace 160 años de la independencia vasca por España. A partir de esa fe en el mito sabiniano, nada le apartará de su propósito de dirigirse con pasos, cautelosos pero firmes, hacia la recuperación de aquella 'soberanía'. Otra cosa es que Ibarretxe se esté haciendo un experto en la política de gestos, con una apariencia de sinceridad muy eficaz ante la opinión pública, practicando un recurso aprendido quizás en el juego de pelota a mano: hasta el último momento, sabe esconder muy bien el golpe.

El juego de máscaras constituye por lo demás un rasgo ya habitual en el discurso nacionalista, cuyos pilares aparecen una y otra vez cubiertos por un revestimiento que los oculta o disimula. Los puntos centrales de la ideología dan lugar a expresiones que apuntan a un significado y encierran otro. Así 'pueblo vasco' designa un colectivo integrado por los verdaderos vascos, una vez cumplida la depuración de los no nacionalistas; la ingenua 'territorialidad' es la materialización de una Gran Euskal Herria que nunca existió; 'respeto al Estatuto', la aceptación del mismo como base normativa para ejercer el propio poder con la voluntad de 'superarlo', es decir, abolirlo; 'marco vasco de decisión', la eliminación de todo condicionamiento derivado de la Constitución y la sumisión al procedimiento que el Gobierno nacionalista crea oportuno adoptar para alcanzar la secesión sin salir de Europa, el 'txoko' de que habla Arzalluz. Y en eso estamos cuando Ibarretxe habla de la necesidad de mostrar al mundo 'la voluntad de los vascos'.

La articulación de los elementos que integran la propuesta política del lehendakari responde a la misma estrategia. Los cinco objetivos principales quedan encerrados uno dentro de otro, al modo de las matroshkas rusas o, si se quiere ser más sofisticado, de las cajas de laca orientales donde cada una presenta su propia decoración. En el exterior, figura la Paz, la gran aspiración de los vascos, el imán para la victoria de Ibarretxe en mayo. Sólo que el de Llodio nunca acepta la paz como meta en sí misma; para él, como para ETA, sólo puede ser alcanzada mediante la 'normalización', esto es, la resolución del conflicto histórico vasco. La llave de esta caja, la cuarta, no es otra que la Autodeterminación, para alcanzar la cual es preciso abrir las dos cajas anteriores, la del Diálogo, puro señuelo como la exterior, y su contenido real, la Negociación. La quinta caja, punto de llegada, único resultado aceptable de la 'normalización', es la Soberanía (máscara a su vez de la Independencia).

La 'bendita ambigüedad' del PNV no es en consecuencia tal, sino encubrimiento calculado de lo que ahora sale a la luz. Los vascos desean casi unánimemente la paz y pueden encontrarse bajo la guía de Ibarretxe en el camino no buscado por la mayoría hacia la secesión. Porque hay un dato del Euskalbarómetro que la prensa del PNV oculta conscientemente: aun después de la victoria en las elecciones, la opción independentista atrae únicamente al 29 por 100 de los vascos de la CAV. Más o menos, como siempre.

Así que en contra de las apariencias, no busca Ibarretxe dar cuenta de 'la voluntad de los vascos', sino forzar esa voluntad en la dirección que él marque. Juega con la verdadera ambigüedad: el apoyo mayoritario a la autodeterminación, sin más matices, incluso por quienes somos opuestos a la independencia, olvidando que para nada es un derecho democrático si se ejerce bajo la coacción de ETA. La manipulación en ese terreno será fácil, y a ese fin se pondrán en práctica las vías extrainstitucionales, como antes la Udalbiltza y ahora la pomposamente llamada Conferencia de Paz de Elkarri. Todo menos atenerse al marco del Parlamento vasco para el 'diálogo'. De esta forma puede crearse a gusto del movimiento abertzale la presión social para que el Gobierno Ibarretxe haga sus consultas de modo que confirmen las preguntas formuladas. Ibarretxe pretende ignorar que el ejercicio de la autodeterminación sólo tiene sentido si su fin es la secesión, siendo todo encubrimiento en este punto, como el mantenido durante la campaña electoral, un verdadero asalto a los usos democráticos. De ahí que todas las palabras de concordia que pronuncie en su discurso de investidura sean música celestial si en este tema básico sigue practicando la estrategia de la termita, con el fin de 'superar' por una vía antidemocrática las instituciones de la autonomía vasca.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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