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Columna
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Lugares imposibles

Los aeropuertos españoles ya eran cada verano un amasijo de organismos humanos expuestos primero a la paciencia, después al aburrimiento y por fin a la exasperación. Pero este año se han superado todas las barreras y muchos son los gremios (pilotos, servicios de limpieza, transportistas) que han querido poner su granito de arena a la consuetudinaria amargura vacacional. A las aristocráticas demandas de los pilotos del Sepla, siempre necesitados de algún modesto complemento salarial que les permita llegar a fin de mes, se han unido nuevas huelgas, y los aeropuertos españoles, con el emblemático liderazgo de Son Sant Joan, se han convertido en campos de concentración para turistas.

El verano estaba diseñado para el ocio, pero de un tiempo a esta parte se ha convertido en un ensayo general de hacinamiento, ahondando en la depravación de cientos y cientos de cuerpos sudorosos, emitiendo olor a tigre y a tigresa en un entorno desprovisto de duchas públicas. Las vacaciones, en teoría, servían para hacer un alto en el camino, pero la sociedad actual es lo suficientemente complicada como para que sus abstrusos mecanismos no dejen de torturarnos incluso en este tiempo. Predispuestos al sol y al descanso, el acceso a los melancólicos arenales de la costa nos obliga a practicar un éxodo bíblico, una atroz travesía del desierto en la que todo son penurias, privaciones y sacrificios antes de alcanzar la tierra prometida.

La sociedad de consumo oferta una felicidad de saldo, circunscrita a la mayor o menor envergadura de la correspondiente paga extra. En esas condiciones, escapar de la ciudad (escapar de la masa) se revela imposible: la masa viene con nosotros, la masa somos nosotros, y en esa absurda huida nos acompañamos los unos a los otros hasta reconstruir los mismos atascos circulatorios, los mismos confinamientos aeroportuarios, la misma sensación de profundo y masificado malestar.

En mis paseos por la ciudad me gusta parar ante los escaparates de las agencias de viajes. En ellos siempre hay carteles de lugares imposibles, lugares que literalmente no existen: son arenales cálidos, sin viviendas a la vista, playas de agua verde rodeadas de curvos cocoteros. En esas playas de los anuncios nunca hay nadie que moleste. Yo no sé dónde demonios se esconden esas costas vírgenes. Cuando voy a la playa todo está lleno de niños que gritan, de toallas y transistores, de señoras gordas que comen bocadillos. Por estar están incluso llenas de tipos como yo, es decir, de gente que ni aparece en los anuncios ni embellece con su estampa atlética un atardecer junto al mar. La venta del ocio vacacional impone el diseño de entornos legendarios, pero al final la tierra prometida se revela tan prosaica como esa comunidad de vecinos donde vivimos de continuo.

La aventura ha dejado de ser posible y un hecho emblemático lo certifica: según señalan los medios de comunicación, las laderas del Everest están literalmente atestadas de desperdicios, desperdicios abandonados por las incontables mareas de expedicionarios que buscaban allí alguna suerte de escalada excepcional. Si ya ni en el Techo del Mundo es posible la soledad, ¿cómo encontrarla en una playa de Cádiz?

Los cuerpos tendidos con desgana durante veinte, treinta o cuarenta horas, en los aeropuertos españoles son el testimonio de la profunda inutilidad de nuestras pretensiones. Todo lo masivo es molesto y las vacaciones, que aspiran a la individualidad, representan lo masivo por antonomasia. Porque si hay algún cambio en esta temporada no puede decirse que sea a mejor: uno duda sobre las ventajas de cambiar los atascos automovilísticos por los atascos aéreos.

Dónde se esconden esos arenales llenos de cocoteros, pelícanos y aguas cristalinas. Dónde se esconden esas playas maravillosas, que aún no ha hollado la clase media. A qué hora llegan los fotógrafos para conseguir esas estampas solitarias. En qué países increíbles se alza el sol sobre la playa sin que la invadan niños insoportables, señoras gordas con bocadillos o tipos fondones como yo.

Me temo que son playas virtuales, fotos retocadas largamente por los publicistas sobre una pantalla de ordenador.

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