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Columna
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Robinson Crusoe

Había un hombre en el puente de la Barriguilla, que está en Málaga. Mi amigo se asustó, porque veía algo raro en el hombre que lo esperaba al final del puente, entre el Camino de Antequera y el campus universitario, y pensó en un atraco. Así que preparó el monedero y siguió su camino, y el hombre le salió al encuentro, pero no lo atracó. Sólo dijo una palabra y señaló al suelo:

-¿Almería?

-No, le dijo mi amigo, no estaba en Almería. Mi amigo enseña árabe en la universidad, y le explicó al hombre, marroquí, que estaban en Málaga, muy lejos de Almería, muy lejos. ¿Tan lejos como para no poder ir andando? Es imposible ir andando a Almería, le dijo mi amigo al marroquí errante. ¿Y a Granada? Tampoco es fácil llegar andando a Granada. Bueno, pero por dónde se va a Granada, preguntó el marroquí, y mi amigo señaló hacia un punto indeterminado, por ahí, por ahí, hacia el Este, que fue el camino que tomó el hombre del puente. Eh, lo llamó mi amigo, y el otro se volvió asustado, qué querrá el español, y entonces mi amigo se dio cuenta de qué tenía de raro aquel hombre de 16 o 17 años. ¿El pelo? No: iba vestido de invierno en el calor de julio.

-¿Tienes dinero?

-No, no llevaba dinero el marroquí, y mi amigo le dio lo que tenía. El muchacho cogió el dinero, se lo puso en el corazón y dijo en español solemnemente:

-Por favor.

Mi amigo piensa que así le dio las gracias, con las únicas palabras de cortesía en español que el muchacho recordaba. Roland Barthes fue una vez a Tokio, donde iba a dirigir un seminario sobre el análisis estructural del relato, y descubrió que vivir en un país del que no se conoce la lengua, fuera de las reservas para turistas, es la más peligrosa de las aventuras. Barthes estaba bien atendido en Tokio, bendecido por la extraordinaria cortesía de la gente y la aduladora admiración de sus discípulos. Pero, aún así, se vio, nuevo Robinson Crusoe, aislado en una multitudinaria ciudad moderna en la que no podía descifrar ni las letras ni las palabras: ésta sería la nueva forma del mito del náufrago perdido en una isla desierta.

No sé si los marroquíes que desembarcan en Tarifa o en Nerja saben nuestro alfabeto. No sé si aprenden algo de español estos náufragos antes de emprender su aventura. He comprobado que los marroquíes aprenden pronto español, recuerdo quizá de la ocupación francesa y española del norte de África: español de invasores para sus invadidos. No sé cuánto tardaría la policía en coger al marroquí del puente, o si lo encontraron antes los suyos, los que pusieron la barca clandestina. Quizá, después de encontrar a mi amigo, el marroquí errante piense que los españoles hablamos árabe. No sé si se acercaría a la estación de autobuses, donde trafican los que montan viajes clandestinos: parece que los que controlan las barcas nunca terminan de cobrarles a sus viajeros y los hospedan en corrales y pocilgas, con las moscas. Este mundo cerrado e invisible, a nuestro alrededor, es nuestro.

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